Acerca del amor y una de las tantas formas de divorcio: Breve historia del matrimonio Rodríguez 

Nota: (Ninguno de los personajes de esta historia está tomado de la realidad)

El amor es una cosa ideal,
el matrimonio es una cosa real, 
y la confusión entre lo ideal y lo real
jamás queda impune.

Goethe

El señor Rodríguez estaba inquieto cuando entró al despacho, temeroso, se sentó en un viejo sillón de cuero marrón y respondió afirmativamente a la pregunta del juez. El estaba absolutamente convencido de su decisión: quería separarse. Pero cuando el juez hizo la segunda pregunta e inquirió por qué, el señor Rodríguez pareció confundirse, y entonces, visiblemente molesto y algo pálido, contestó que porque su mujer acostumbraba apretar la pasta dentífrica por el medio. El juez, que había escuchado ya muchas respuestas semejantes, aceptó lo dicho por el señor Rodríguez y dio la sentencia de divorcio. 

Ya en el café de la esquina el señor Rodríguez volvió a preguntarse por qué, y la falta de una respuesta clara, entre algunas otras cosas, contribuyó a nutrir la depresión en que vivió durante casi un año. La esposa del señor Rodríguez, que había entrado antes que él al despacho del juez, había respondido a la pregunta con un llanto acongojado. Sin embargo, ambos se sintieron aliviados con la sentencia de divorcio.

Aunque sea difícil de creer, un matrimonio es capaz de sobrevivir a los más terribles desastres pero no a un proceso de pequeñas destrucciones cotidianas, imposibles de ser rastreadas desde una mesa de café en la esquina de los tribunales. Porque como bien sabía el señor Rodríguez, su esposa apretaba descuidadamente el envase de pasta dentífrica desde la misma noche de bodas, aun a pesar de su risueño pedido de que así no lo hiciera. Así como él tampoco cambió su hábito de acomodar los zapatos al pie de la cama, aun a pesar de que su esposa siempre se los llevaba por delante. 

Y la señora Rodríguez también siguió preparando el mate con edulcorante, y el señor Rodríguez siguió fumando en la cama. Y aunque el señor Rodríguez cambió el mate por el té, su señora se aferró al edulcorante, y ya no tuvieron un punto en común por las tardes, después del trabajo, porque al señor Rodríguez jamás le gustó el té.

Cuántas noches durmiendo espalda contra espalda por ese último cigarrillo del día, casi el único que paladeaba, y después la bronca al encontrar ese amasijo de pasta dentífrica:

«Siempre igual, siempre igual. ¿Cuándo vas a entender que esto es un asco?» «Siempre quejándote por pavadas, yo casi me mato anoche por tus benditos zapatos». 

Y después de los gritos, el portazo. La señora Rodríguez quedándose a solas con el desayuno servido, primero esperando que su marido volviese a pedir disculpas, después desayunando sola, después preparando su desayuno a las diez de la mañana, y su marido desayunando en el bar a las ocho, volviendo malhumorado después de un pésimo día de trabajo con muchos deseos de cenar y dormir y no encontrar la cena porque la señora Rodríguez, enojada, se había pasado el día de compras.

Quizá podría hablarse de inmadurez, alguien también podría pensar en falta de cariño. Pero lo lamentable de esta historia es que el señor y la señora Rodríguez se querían entrañablemente, a pesar de lo cual no pudieron evitar que ruina sobre ruina y descalabro sobre descalabro fuera agravando la confusión. Y es justamente porque se amaban, y tanto, que el señor Rodríguez no se atrevió a imponer su costumbre de fumar tranquilamente su último cigarrillo del día como dios manda (al menos a él así se lo mandaba), recostado en la cama, relajándose después del amor, dejando caer la ceniza en un gran cenicero de bronce, como a él le gustaban los ceniceros, y la señora Rodríguez tampoco se atrevió a patear los zapatos de su marido debajo de la cama, para que al despertarse él tuviera que buscarlos agazapado.

Es que el señor y la señora Rodríguez se habían prometido no imponerse uno sobre el otro, todo debía lograrse mediante acuerdos, limpios y claros acuerdos. Y como jamás pensaron que pudieran acordarse desacuerdos y tampoco podían imponerse uno sobre otro es que él prefirió fumar cuando creía que ella estaba dormida, y esconder los puchos en la mesa de luz, o con el sopor del sueño decorar la colcha con un símil encaje de Bruselas. Y a ella nunca se le ocurrió comprar una pasta dentífrica para su uso personal, por sensibilidad de encías, digamos, y destrozarla a su gusto. 

Sin imposiciones, y por acuerdos, es que él prefirió el azúcar al mate y ella siguió trastabillándose con los zapatos de su esposo. Ambos eligieron la solución espontánea, fácil, clara… y equivocada.

El señor y la señora Rodríguez se aferraron a sus propios convencimientos acerca de cómo debían conducirse en el matrimonio, y cuáles eran las leyes que siempre debían respetar: jamás imponer un criterio sobre otro, jamás mentir, buscar siempre acuerdos razonados, adultos. Y tales leyes y creencias, respetadas siempre por el cariño que uno y otro se tenían hicieron que entre rencillas y treguas llegaran del enojo al rencor, de la pasta dentífrica y una colcha arruinada a no saludarse por las mañanas, después a no dirigirse la palabra durante la cena, y luego de hacer todo lo posible y cuanto fue suficiente, ansiar separarse, y sentirse aliviados ante la sentencia del juez, aunque no supieran por qué.

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