Según las primeras declaraciones de los críticos, The Truman Show no sólo será la ganadora indiscutible de los Oscar del próximo año sino que también es la maravilla cinematográfica del milenio. Esta epidemia de adoración masiva por parte de la crítica resultó mucho más interesante que la propia película, linda e inofensiva. Para la crítica, The Truman Show representa un ataque devastador a nuestros hábitos televisivos y a lo que invertimos emocionalmente en las «celebridades» que vemos en la pantalla.
Yo creo que The Truman Show es otra de la serie de películas del director australiano Peter Weir (Gallipoli, Testigo en peligro, El día que vivimos en peligro, La sociedad de los poetas muertos) que constituyen análisis bien realizados y agudos desde el punto de vista psicológico sobre individuos que enfrentan el peligro. En las películas de Weir, hombres que llevan una vida cómoda ansían mayor aventura o algo que les permita expresarse en forma más personal. Superada la agitación producto del peligro, siguen adelante y enfrentan riesgos para liberarse de la tranquilidad y la seguridad que les brinda la vida familiar.
Truman (Jim «Ace Ventura» Carrey) es la persona más famosa del mundo, un hombre que, sin saberlo, se ha pasado la vida siendo la estrella de un programa de televisión que ha estado en la pantalla 24 horas diarias desde hace 30 años. Truman fue un hijo no deseado que al nacer fue adoptado por una corporación y luego criado dentro de un estudio de televisión gigantesco por actores que desempeñan el papel de su familia, sus amigos y sus vecinos. Esta legión de actores conspira para que Truman no se entere de que el mundo donde vive no es real y para hacerle creer que el mundo que está fuera de su » ciudad» (el estudio) es terriblemente peligroso. El estudio es tan grande que puede parecer el mundo entero, pero también está lo suficientemente circunscripto como para mantener enjaulado y atrapado a un pobre tipo ingenuo.
La comunidad en la que vive Truman es una ciudad costera de caricaturas, ubicada en Florida. Hasta tiene un diario que les garantiza a los residentes (el único verdadero de todos ellos es Truman) que Seahaven es el mejor lugar para vivir y que le resto del mundo es aterrador. Los residentes de Seahaven son personajes eternamente ingenuos y alegres como los que aparecen en los comerciales de televisión. De hecho, a veces hasta publicitan productos. La esposa de Truman, Laura Linney (Primal Fear) es una de esas impecables amas de casa de la televisión que se lo pasa ponderando artículos de limpieza. Truman vende seguros en una comunidad donde no se permite que nada salga mal y Linney trata de convencerlo de que la vida superficial, sin sentido y totalmente controlada que lleva es una vida feliz. Él la detesta.
Truman sueña con Natasha McElhone (Sobreviviendo a Picasso), una actriz que no es parte del elenco estable y que fue una de los extras del programa, aunque la echaron cuando se salió del libreto para tratar de contarle a Truman que su vida era una farsa. Ella representa el riesgo en un mundo carente de peligro, la realidad dentro de una vida depurada de sospechas. En el edén de Truman, McElhone es la fruta prohibida del árbol de la sabiduría.
El proceso mediante el cual Truman se da cuenta de que su vida no es real resulta tedioso, pero sirve de argumento para la película. Jim Carrey –que esta vez no trata de hacerse el gracioso y por ende no resulta tan insoportable como en otras películas– actúa mejor de lo que me esperaba, pero no es tan buen actor como para echar luz sobre la vida interior de Truman. Le aporta poco al personaje, excepto en lo que respecta a la superficialidad indispensable y característica de aquél que ha estado expuesto a demasiados rayos de televisión, de cualquiera de los dos lados de la pantalla en que se encuentre. Me preguntaba todo el tiempo qué hubiera hecho Tom Hanks diez años atrás o Jimmy Stewart en su época en el papel de un joven que de a poco se va dando cuenta de que su vida es una farsa y que ansía escaparse a pesar de no tener idea de cómo podría ser el mundo real. Éste es un personaje característico, tal vez casi universal, en las películas de Peter Weir y bastante común en los consultorios de los terapeutas que atienden pacientes de mediana edad. El personaje es demasiado narcisista como para inspirar compasión.
No hay ningún personaje que a uno lo pueda llegar a conmover. En lugar de inquietarme por la vida excesivamente cómoda que llevaba Truman, estaba ahí sentado preocupándome por los actores que a sabiendas dedicaban su vida a representar un papel secundario en la historia del personaje más tonto de la pantalla.
El mejor amigo de Truman, Marlon (Noah Emmerich), que lo conoce de toda la vida, provoca cierta emoción verdadera, especialmente hacia el final, cuando Truman trata de escapar y su amigo siente terror de perderlo. Después de todo, la relación que existe entre ellos es lo único que Marlon tiene en la vida, y así ha sido desde siempre. Cuando Truman le cuenta sobre su sed de aventura y su temor de no poder saciarla debido a la vida común que lo aprisiona, le pregunta a Marlon: » ¿Alguna vez te sentiste así, que toda tu vida ha sido una preparación para un momento especial?». Emmerich le responde, con un atisbo de tristeza: «No». Es mucho más triste pasarse la vida representando a sabiendas el papel del mejor amigo en un programa de televisión que, sin saberlo, ser toda la vida un héroe. Esa escena constituye un raro momento de sinceridad en un mundo de falsedad calculada.
Lo mejor de la película es Ed Harris, un mini macho de hermosa pelada que era el que mantenía todo bajo control en The Right Stuff y Apollo 13. Harris interpreta a Christof, el productor y director que creó a Truman y al programa. Puede acariciar la imagen de su único hijo en la pantalla, pero se ha cuidado mucho de no tener nunca un encuentro cara a cara con él.1 Existe un deleite perverso en el grado de control y de distancia que este padre necesita tener con su hijo.
The Truman Show se propone satirizar a aquéllos que entablan sus relaciones humanas más personales con extraños como O.J. Simpson, Oprah o la princesa Diana. El norteamericano tipo pasa siete horas diarias frente al televisor e interactúa siete minutos con sus seres queridos. Conozco gente que tiene muy poca o ninguna interacción con personas de carne y hueso, ya sea alguien de su familia o algún vecino, y que reservan todas sus emociones para los personajes de las telenovelas. Para ellos, la televisión no sólo es más real que el mundo que está afuera de la pantalla sino que también les asegura vida y amor a los que aparecen en ella.
The Truman Show es, entre otras cosas, una incursión en el narcisismo, reflejado no sólo en la necesidad patriarcal que tiene Ed Harris de crear una vida a la que puede controlar aunque no puede participar de ella sino también en la convicción de todo hombre joven de que todos los que habitan su mundo son tan solo actores de reparto y que él, además de ser la estrella, es la única persona verdadera de su vida. Uno de los primeros psicoanalistas dijo: «Ningún hombre madura hasta que se da cuenta de que nunca tuvo una madre; sólo hubo una mujer que desempeñó ese rol por momentos». Quizá la tragedia en el caso de Truman sea el negarse a valorar a todas esas personas que estuvieron dispuestas a pasarse la vida llenando el trasfondo de la de él. No me parece que la vida de Truman sea en verdad tan diferente de la de los demás. Lo único falso es lo que cree Truman: que su propia realidad tiene una dimensión mayor. No respeta como corresponde a sus actores de reparto.
Si quiere ver una película mejor sobre la paranoia y la ansiedad producto de no saber en quién confiar y en quién no, le recomiendo un thriller hitchcockiano complicado y repleto de diálogos: The Spanish Prisoner, con Campbell Scott en el papel del hombre común que se encuentra atrapado en una trama extraordinaria, y Ben Gazzara y Steve Martin, que se intercambian constantemente el papel de malvado y de salvador.
Pero, si busca una película sobre el narcisismo, nada mejor que Wilde, la última de una serie interminable de incursiones (teatrales, cinematográficas y hasta operísticas) en el escándalo absurdo, pintoresco y cada vez más politizado de Oscar Wilde. Para acaparar toda la atención que necesitaba, a Wilde -sin duda el autor de mayor ingenio de la lengua inglesa– no le bastó con escribir la mejor pieza teatral (La importancia de llamarse Ernesto), la mejor novela (El retrato de Dorian Gray), el mejor libreto de ópera (Salomé), el mejor cuento de hadas (El príncipe feliz) y el mejor poema (Balada de la cárcel de Reading) de su época. También tenía que ser el mejor dandi de su tiempo, parecido a Tom Wolfe, Truman Capote o Dennis Rodman. Y, al igual que Wolfe, Capote y Rodman, se hizo famoso por ser como fue. Wilde usaba brillosos trajes color púrpura y llevaba una enorme flor en el ojal. Abogaba por un movimiento estético denominado «el arte por el arte mismo», que se limitaba a centrar la atención en el artista sin preocuparse demasiado por el significado o la moraleja de la obra.
Por eso, a los 27 años, Wilde se ganó el derecho a que Gilbert y Sullivan lo satirizaran en una ópera titulada Patience.
Ese esteta absurdo y narcisista que Gilbert y Sullivan satirizaron no parecería tener las cualidades de un gran héroe de tragedia, a pesar de que se ha convertido en un mártir de la liberalización homosexual. Anteriormente ya se habían hecho películas sobre su vida con Peter Finch y Robert Morley en el papel de Wilde. Actualmente, en Broadway, se pueden ver dos obras sobre el escritor, una de las cuales tiene como protagonista al monumental Liam Neeson. Todas las sagas de Wilde buscan averiguar cuál fue el móvil del escritor, saber por qué un hombre a quien la vida no había privado de nada habría de tirar todo por la borda en un gesto de semejante arrogancia.
Oscar Fingal O’Flahertie Wills Wilde era irlandés, hijo de un cirujano famoso y mujeriego y de una extravagante poetisa que alentaba las andanzas de su hijo, las cuales tenían por objeto llamar la atención. Se casó con una joven tranquila y correcta con quien tuvo dos hijos varones. A los 30 años aproximadamente, comenzó a tener una serie de encuentros amorosos y sexuales con hombres jóvenes, algunos de ellos «chicos de la calle». Fue entonces cuando -con la misma puntería que Julieta Capuleto y que Woody Allen- conoció a la persona más peligrosa de quien podría haberse enamorado: Bosie, un joven malcriado, extravagante y desatinadamente histérico que era hijo del homofóbico con mayor tendencia homicida de toda Gran Bretaña. Bosie era Lord Alfred Douglas, cuyo padre era el marqués de Queensberry, el rústico inventor del reglamento del boxeo.
Durante un par de años, Wilde, que en ese entonces rondaba los 40 y era una de las personas más famosas de Gran Bretaña, llevó adelante abiertamente su relación con Bosie, con lo cual provocó el antagonismo del retrógrado padre de aquél. Finalmente, cuando Queensberry lo acusó de «sodomita», Oscar tomó la insensata decisión de demandarlo por difamación, como se lo había exi gido Bosie. Queensberry llevó a la corte a un grupo de jovencitos que dieron testimonio de las andanzas sexuales de Wilde, así que la Corona desechó de inmediato la acusación hecha contra Queensberry por difamación, procesó a Wilde y lo acusó de sodomía y de indecencia alevosa. Bosie se fugó.
Todos intentaron convencer a Wilde de que se fuera del país, pero él, obstinado, se negó. Como de costumbre, se deleitó con la atención acaparada. Mientras el mundo observaba con horror, Oscar se subió al estrado a hablar sobre la pureza del amor griego entre hombres jóvenes y maduros. Recitó el poema de Bosie sobre el «amor que no se atreve a decir su nombre». Y después mintió con respecto a sus relaciones sexuales. Se estaba comportando con su habitual actitud excéntrica y arrogante y, poco a poco, agotó la paciencia de todos. El primer tribunal no llegó a una decisión unánime, pero el segundo lo condenó a dos años de trabajo forzado.
Oscar quedó destrozado y, al poco tiempo, también en bancarrota. Su madre y su esposa fallecieron durante su estadía en la cárcel. (Como dijo en la Balada de la cárcel de Reading: «Pero todos los hombres matan lo que aman, oíd, oídlo todos: algunos, lo hacen con una mirada amarga; otros, con una palabra lisonjera. ¡El cobarde lo hace con un beso, el valiente con una espada!».) Jamás volvió a ver a sus hijos. Pero pasado el mal trago, regresó a Bosie, al menos por un tiempo. El joven enseguida se cansó de Oscar y lo echó a patadas. Oscar –que había escrito que «Una pasión inmoderada por el placer es el secreto para ser siempre joven»– murió en 1900 a los 46 años de edad. Bosie se volvió heterosexual, se casó y murió a una edad avanzada.
Todas las versiones de la vida de Wilde constituyen, como es de esperar, ataques tanto a la homofobia como a la hipocresía de su época y de la nuestra. Las versiones difieren en cómo se las rebuscan para que semejante narcisista auto destructivo y extravagante parezca la víctima de la historia. La última versión cinematográfica, cuyo guión contiene citas progresistas del siempre digno de citar Oscar Wilde y del juicio verdadero, relata la historia sin tapujos. La dirección es de Brian Gilbert; la producción, fantástica y costosa, y el elenco, formidable.
Dicha versión convierte a Queensberry en un perro rabioso de homofobia que ya ha llevado a uno de sus hijos a suicidarse debido a su sexualidad. Tom Wilkinson -el jefe de Todo o Nada– se come gran parte de la película en su papel de Marqués. La madre de Wilde, cuyo papel desempeña estupendamente Vanessa Redgrave, posiblemente haya merecido tener un hijo tan decididamente auto destructivo («¿Por qué es famoso mi célebre hijo? Pues claro, es famoso por ser como es.»). Pero la esposa de Wilde, la flemática e imperturbable Jennifer Ehle de Orgullo y Prejuicio, no se merecía un marido así. Los esfuerzos que realiza por culparse a sí misma mientras su familia se desmorona inspiran una inmensa compasión.
Bosie, el fruto prohibido del jardín silvestre, se encarna con extravagancia en la piel del bello y sin duda peligroso Jude Law. Wilde, como el Titanic con el iceberg, estaba indudablemente condenado desde el primer encuentro. La película es del actor y escritor Stephen Fry, cuyo parecido con el enorme y desgarbado poeta es lo suficientemente asombroso como para haber avalado esta versión de la historia. Fry no sólo es adecuado sino que también es brillante, y pone de relieve tanto el ingenio insolente y congraciador como la osada provocación del lugar que Wilde eligió ocupar en el esquema de cosas. Fry también realza el costado paternal y protector de la personalidad de Wilde así como la relación paterna que tenía con sus dos hijos y con Bosie, que era mucho más infantil que aquellos dos. Fry demuestra afecto además de ingenio, y es muy buen amigo de todos excepto de su desconcertada esposa. Al parecer, no puede perdonarle que ella espere de él las actitudes de un marido convencional.
A fines de la época victoriana, en Inglaterra, aún no se había descubierto la homosexualidad como identidad. Claro que había actitudes «homosexuales», pero no existía el concepto de la persona «homosexual». Era habitual que los niños y los jóvenes tuvieran relaciones sexuales entre sí y a esto se lo consideraba normal, pero se esperaba que al ir creciendo abandonaran la costumbre. El sexo entre adultos era ilegal. Se admitía que aquéllos cuyo apetito sexual se volvía excesivo pudieran llegar a satisfacerlo con chicos, pero a nadie se le ocurría pensar que a un adulto le gustara tener sexo con otro adulto. (La reina Victoria se negaba a concebir el sexo entre mujeres.) Oscar Wilde, al ejemplificar la homosexualidad durante los juicios llevados a cabo en su contra, sin duda inventó la homosexualidad como Mae West inventó la heterosexualidad y James Dean, la adolescencia.
Wilde había pasado su carrera despotricando contra la hipocresía, pero la conducta que manifestó en su relación con Bosie y en los dos juicios no estuvo al servicio de la verdad y la honestidad. No cabe duda de que hizo todo lo que hizo para llamar la atención, pero la tenía sin necesidad de arruinar su vida y la de los que lo rodeaban. Como dijo alguna vez en un poema: «Cada vez que un hombre hace algo absolutamente absurdo, tiene siempre los más nobles motivos». Al parecer se vio impulsado por cierto amor a la tragedia. Como escribió en Dorian Gray: «Detrás de todas las cosas exquisitas que existieron hubo algo trágico». Consideraba a la tragedia como «la exageración del individuo» y el propósito de la vida. Mientras que los hombres con una disposición de ánimo más heroica que estética tenderían a perseguir una causa o un acto nobles por los que morir, Oscar persiguió algo bello y venenoso en quien desperdiciar su vida.
La tragedia de Wilde suele atribuírsele a su homosexualidad antes que a un bocón al que le tocó vivir en una época de «esto no se dice, de esto no se habla». Fue un mártir de la homosexualidad sólo en el sentido en que Woody Allen es un mártir de la heterosexualidad. Como alguna vez dijera Wilde: «En este mundo sólo existen dos tragedias: una consiste en no conseguir lo que uno quiere; la otra, en conseguirlo». Él consiguió lo que quería. «Todos los hombres han vivido su propia vida y han pagado un precio por ello. Lo único lamentable es tener que pagar tantas veces por un solo error.» Lamentablemente, Wilde nunca llegó a ver el precio que pagaron su madre, su esposa, sus hijos y sus amigos del clandestino mundillo gay por las indignantes andanzas que él emprendió intentando llamar la atención.
Pero, como Oscar bien sabía, él era el «derrochador de su propio genio» y la vida de vicisitudes que llevó fue la más extravagante de sus creaciones. La tragedia de Oscar Wilde -como la de Truman y la de algunos de mis pacientes- fue pensar que era la única persona verdadera sobre el escenario y, por ende, que el único que importaba era él. Los que sólo tienen en cuenta sus propios sentimientos deben de llevar una vida terriblemente solitaria.
Frank Pittman es Doctor en Medicina y colaborador de The Family Therapy Networker, y ejerce la profesión en forma privada. Su cuarto libro, GROW UP! How Taking Responsibility Can Make You a Happy Adult (¡CREZCA DE UNA VEZ! Cómo Asumir Responsabilidades Puede Convertirlo en un Adulto Feliz), fue publicado en Estados Unidos en el mes de junio de 1998 por Golden Books, Nueva York. Dirección: 960 Johnson Ferry Road, N.E., Suite 543, Atlanta, GA 30342.
(*) Este artículo fue traducido del Family Therapy Networker y publicado en el nº 54 (Diciembre- Febrero 1998/99) de Perspectivas Sistémicas.