La Crisis de la Masculinidad: Una Perspectiva Evolutiva

Expondré en esta nota, una hipótesis acerca de la difícil situación que atraviesan los hombres de esta época, la cual se inscribe en un modelo evolutivo semejante a lo que Capra (1994) denominó ecología profunda.

Dicha hipótesis se puede resumir de la siguiente manera: los potenciales genéticos, las normas y las pautas sociales de una especie así como el medio ambiente, coevolucionan a través de los milenios como un sistema complejo; Ahora bien, la coevolución es un concepto «a largo plazo», no «a corto plazo»3. En un lapso breve, todo cambio que se produzca en cualquier nivel del complejo sistema ecológico integrado por la carga genética, las normas sociales y el medio ambiente dará lugar a discrepancias y disonancias en los otros niveles, lo que traerá aparejado movimientos correctivos (mediante aceleraciones, correcciones excesivas, rectificaciones, etc.) y sufrimiento.

El considerar que la crisis actual de la masculinidad es uno de esos malestares sistémicos intrínsecos generados por una disonancia en la coevolución de las variables genéticas, sociales y ambientales constituye, creo, una explicación razonable y útil acerca de lo que está ocurriendo en esta época con los problemas vinculados al género. 

Sobre kayacs y género 

Hace unos meses en Kauai (isla de Hawaii) cuando mi esposa y yo estábamos remontando un río en un grupo de kayacs para dos personas, entablamos una conversación con el guía, un samoano fornido, lleno de gracia y energía. La conversación derivó en el tema de las parejas -él estaba comprometido y próximo a casarse- y cómo se comportan cuando comparten un kayac doble. En una explosión entusiasta de filosofía cotidiana y, dando por sentado que la experiencia de navegar en kayac refleja la forma en que las parejas se conducen en la vida, se preguntaba cómo hacen las parejas para permanecer juntas. Algunas parejas, por cierto, disfrutaban de la belleza que brinda el paseo en kayac por ríos entreverados en forestas tropicales, pero había muchas que se peleaban durante todo el viaje y seguían con la trifulca en el transcurso de caminatas por bosques feraces que terminaban a los pies de maravillosas cascadas. Se reía al recordar a un hombre que lisa y llanamente se tiró del kayac jurando que no seguiría compartiendo el bote con «esa mujer», y comenzó a nadar de regreso al sitio donde se había iniciado la excursión, que estaba a unos tres kilómetros río abajo… mientras la mujer siguió avanzando con el kayac ignorando el despliegue de su marido. Otro hombre, después de pelear con su mujer durante el paseo río arriba, cuando comenzaba la caminata por el bosque, hizo un aparte con el guía y le pidió que acelerara el paso para dejar atrás a la esposa y, de ser posible, perderla. Otra de las parejas terminó peleándose con los remos cuando todavía estaban en el kayac. Una mujer rehusó regresar en el mismo kayac que el marido, quejándose de que él no remaba con suficiente vigor, cargándola con el esfuerzo de mover el bote. Otra, furiosa, acusó al marido de no seguir, a propósito, las instrucciones precisas que ella le daba con respecto al ritmo y la profundidad de las paladas.

¡Qué desafío compartir un kayac! El que se ubica en el asiento de atrás, que por lo general es el hombre (los kayacs están construídos de manera tal que el asiento de atrás tiene más espacio para las piernas), controla los pedales del timón por ende, su función consiste en guiar la canoa. Esta ubicación le brinda la posibilidad de adaptar su ritmo de paladas al que lleva la persona ubicada adelante, pero al mismo tiempo reduce su visibilidad, dado que la persona que está adelante ocupa el centro del campo visual de la de atrás. Quien se sienta adelante, que por lo general es la mujer, ve mejor hacia dónde se dirige el kayac y si hay algún obstáculo flotante inesperado, tiene menos percepción visual de los movimientos del compañero y por lo general, tiene menos masa muscular para reaccionar en caso de emergencia y, desde luego, no tiene acceso alguno al control del timón. 

Cabe agregar que, dada la disposición de los asientos, quien se sienta atrás tiene más probabilidad de golpear con los remos (accidentalmente o no) a quien está adelante que a la inversa, y ambos tienen las mismas posibilidades de salpicar al otro (accidentalmente o no) realizando algún movimiento torpe. 

En síntesis, los kayacs dobles parecen haber sido diseñados como un experimento por un investigador social brillante y algo perverso, con el objeto de estudiar el «dilema del prisionero» en acción.

Descartando la tentación de construir kayacs dobles con un diseño novedoso para su flexibilidad y reducir las conflagraciones entre géneros, dada la configuración actual, la distribución ideal de las tareas parece ser:

Quien está en el asiento delantero se ocupará de marcar el ritmo de las paladas y de mantener el rumbo del kayac pero modificará su ritmo cuando el otro se lo solicite;

Quien se sienta atrás, se ocupará de la dirección general del kayac pero tomará medidas de emergencia cada vez que el otro se lo instruya ante la repentina aparición de un obstáculo y calibrará sus movimientos adaptándose a los del que está adelante;

Ambos compartirán la labor de propulsión en proporción a su masa muscular …y, de ser posible, ambos disfrutarán del paisaje y de la experiencia en compañía del otro.

Pero en la vida cotidiana (¡incluso en Kauai!), los hechos y las circunstancias están multideterminadas, y se ven afectadas sólo parcialmente por un entorno bucólico. ¿Y si uno fuera una de esas personas que dan instrucciones desde el asiento del acompañante? ¿O, como se dice en la jerga de la toxicomanía, si fuera codependiente? O, para ser más precisos, supongamos que se olvidaron el repelente de insectos o el bronceador. Para empezar, ¿quién era el que tenía que acordarse de llevarlo (según la opinión de cada uno, -que quizá no coincida-)? Supongamos que, para uno de ellos, hace demasiado frío o demasiado calor o el asiento es demasiado duro. Para empezar, ¿a quién de los dos se le ocurrió hacer esa bendita excursión en kayac (según la opinión de cada uno -claro-)?. 

O quizá la noche previa a la excursión uno de los dos quiso hacer el amor, pero el otro lo rechazó o sencillamente no detectó algunas señales sutiles al respecto, o no tenía ganas, o estaba tan cansado que no se dio cuenta, o se quedó dormido antes de que el otro pudiera desplegar con claridad las señales de interés. Al día siguiente, aquél que fue despreciado quizá cargue con cierta frustración residual, o resentimiento, o vergüenza que, cuando aflora en su comportamiento, es considerado por el otro como una muestra desconsiderada de mal carácter sin razón y, a su vez, comienza a sentirse molesto. ¿Y si el marido es un macho latino que rehúsa aceptar sugerencias o compartir responsabilidades, pues siente que cada contribución que ella hace constituye un desafío a su virilidad? ¿Y si ella es una feminista hecha y derecha, y siente que cada movimiento que él realiza constituye un intento de subyugación? ¿Y si suceden ambas cosas?.

Pues sí, mujeres y hombres compartimos el kayac de la vida, y las salpicaduras se están tornando cada vez más explícitas, lo cual acarrea el riesgo cada vez mayor de que la canoa se dé vuelta. ¿Es que las personas que ocupan los asientos de adelante se están rebelando por haber soportado una carga con un peso excesivo que les empaña los placeres potenciales que brinda el paseo? ¿Es que los que ocupan el asiento de atrás se están volviendo más débiles, o más dóciles, o más sensibles y comprensivos, o los ha vencido la mera fuerza y solidaridad de quienes ocupan el asiento de adelante? 

¿Es que el diseño del kayac cambió de manera insidiosa durante los últimos 100, 400 o quizá 10.000 años? Lo que sigue, es un intento de responder a dichos interrogantes.

La vida en la caverna (o ¿Dónde se han metido los tigres dientes-de-sable justo cuando los necesitamos?)

En el transcurso del siglo que terminó, la noción de lo «masculino» ha estado en constante revisión. Hasta la época actual, la masculinidad estaba definida sin ambigüedades por las prácticas que la caracterizaban: la conquista (expansión de las fronteras), el control y la defensa de las fronteras (y, por ende, las guerras), la caza, la exploración de nuevos territorios (ya sean aventuras físicas o intelectuales) y la política. Durante este siglo, y sobre todo durante los últimos 30 años, se ha reducido drásticamente la posibilidad de llevar a cabo todas y cada una de dichas actividades, el prestigio que esto implicaba, y su característica de ser dominio exclusivo de los hombres. 

Este proceso también se formuló como una guerra entre los géneros y consolidó un punto de vista sumamente crítico acerca del modo de ser de los hombres, no sólo por parte de la vanguardia del movimiento feminista sino también por parte de hombres sensibles que brindaron su apoyo a ese tipo de cambios4. Más aún, la dirección del cambio que los hombres pueden llevar a cabo en conjunto con los cambios propuestos por el feminismo dista de ser claro, además de no ser promovido por nuestra cultura.

Llegado este punto resulta pertinente realizar unas breves referencias históricas.

Como probablemente todos sepan, la Segunda Guerra Mundial, una conflagración en la que participaron decenas de millones de jóvenes (y en la que murieron un par de millones) aceleró muchos otros procesos sociales en los Estados Unidos. Durante la guerra, un número sustancial de mujeres y de grupos minoritarios –hasta entonces relegados a las tareas domésticas o a otros trabajos de bajo prestigio y remuneración tales como peón de campo o personal doméstico— fue convocada para cumplir con la obligación que le imponía la época de guerra a saber, reemplazar en las fábricas y en las oficinas a los hombres que habían sido llamados al frente a combatir. Cuando la guerra terminó y los hombres regresaron del frente, las mujeres y los grupos minoritarios fueron invitados con bastante elocuencia a regresar a los puestos subordinados que habían ocupado anteriormente. 

Y, oh sorpresa, éstos no aceptaron la invitación. Y cuando la invitación se volvió más coercitiva, se organizaron. Así nació el movimiento por los derechos civiles. Y así, tomando como base organizaciones de la mujer, cuyos máximos exponentes habían sido hasta entonces las sufragistas, surgió el movimiento feminista. Las minorías oprimidas habían adquirido voz.

La revolución feminista, desde luego, constituye un fenómeno de origen cultural: surgió cuando surgió -hace aproximadamente 30 años- y no antes, porque las circunstancias le fueron propicias. Esa revolución cultural centrada en los problemas de género fue llevada adelante por la voz -y la energía- de las mujeres. Los hombres, por el contrario, quedaron bastante confundidos, incapaces de traducir en lenguaje y acción la difícil situación que atravesaban. Como dijo el filósofo popular norteamericano Garrison Keillor, «La masculinidad que constituyó en el pasado un atributo para triunfar, ahora parece ser mas bien, un problema a superar» (Keillor, 1992). Últimamente los hombres han realizado múltiples intentos de introspección acerca de estos temas, pero admitámoslo, la introspección no es uno de los puntos fuertes del hombre. El «movimiento del hombre» no se materializó jamás, así que el tema del «género» continúa incentivado por la mujer. 

Sin incurrir en simplificaciones excesivas, ¿cómo describir, desde el punto de vista del hombre, ese desajuste actual, esa desazón que no sólo se da entre los géneros sino también dentro de cada uno de ellos? Mis reflexiones me conducen a la evolución de la especie humana. Se calcula que la diferenciación entre los simios modernos y los seres humanos tuvo lugar hace 3 millones y medio de años, si se toma como referencia al Australopithecus afarensis (Johansen & Edey, 1981). A su vez, el Homo Sapiens, esa especie cosmopolita de cazadores-recolectores, apareció en escena hace unos 200.000 años, lo que representa apenas el 6% del tiempo evolutivo de la especie humana. Y, desde que comenzamos a diferenciarnos de otras ramas evolutivas, nuestra especie ha vivido en grupos, ya sea en cavernas o en pequeños enclaves. Para sobrevivir, era necesario –como lo es hoy día en las pocas tribus que aún conservan las tradiciones pre-agrícolas— que el grupo de cazadores-recolectores se distribuyera los roles para garantizar la preservación y la innovación. Dichos rasgos constituyen aspectos profundos de todos que aún desempeñan un papel en la actualidad. 

Pero, antes de entrar con más detalle en esta historia de la evolución, me gustaría que tú, lector, participaras en un ejercicio/ experiencia que requiere de tu colaboración. Se necesitará cierta visualización, o algún acceso al banco de recuerdos, así que si con los ojos cerrados recuerdas mejor las experiencias pasadas, por favor, ciérralos por un momento. Y relájate, pues será una experiencia agradable. 

Remóntate, querido lector, querida lectora, a cuando tenías 12 años. Estás en tu casa. Es un fin de semana. Alguien golpea la puerta o toca el timbre. ¿Quién es? Es tu mejor amigo/a, tu compinche, tu cómplice, que viene de visita. Ahora bien, ¿a dónde van? ¿dentro o fuera de la casa? ¿Y qué hacen? Imagínatelo, visualiza la escena, vete a ti con él/ella yendo adondequiera que vayan, haciendo lo que sea que hagan, representa en tu mente las posturas corporales que adoptan, la actividad que realizan. Trata de visualizar esa escena lo más cabalmente que puedas.

La gran mayoría de las mujeres describen la escena diciendo que invitan a su amiga a pasar, van al dormitorio o al living, se sientan sobre la cama o en un sillón, cara a cara, con mucho contacto visual, y conversan como actividad principal. La gran mayoría de los hombres comentan alguna actividad en común, en general fuera de la casa: salen a jugar a algún deporte (básquet, fútbol, andar en bicicleta) o a pescar o, en algunos casos, simplemente a caminar, intercalando silencios con conversaciones personales; rara vez se ponen cara a cara y establecen contacto con la mirada, sino que mantienen una conducta corporal paralela.

¿Dónde se origina esta notable característica que diferencia a los géneros, que con pequeñas diferencias, parece coincidir en todas las culturas? ¿Se trata sólo de una manifestación de los usos y costumbres de este Siglo, o de los últimos 500 años? ¿No será que la suposición de que se trata de una manifestación de usos y costumbres tiene como origen la arrogante presuposición reciente de que nacemos sin antecedentes, despojados de nuestras raíces evolutivas, tabula rasa, destinados a recibir solamente la impronta de nuestra cultura?

Regresemos a la caverna, o a la aldea, o a cualquiera que fuera el lugar que los cazadores-recolectores de tanto en tanto consideraban su hogar, un lugar conocido que les daba un respiro en su vida nómade, o adonde fuera que estuvieran acampando durante la noche en su vagabunda vida. 

Para sobrevivir en ese mundo hostil plagado de tigres dientes-de-sable y de otros predadores (ni que hablar de los inhospitalarios vecinos humanoides), un adecuado dimorfismo sexual, es decir, diferencias de género, que ya estaban presentes en la carga genética, se intensificó con las normas sociales5. Algunos miembros de la tribu –aquéllos con más «physique du rôle» y mayor potencial para los comportamientos agresivos—se ubicaban en la periferia y vigilaban atentamente el exterior, lugar de donde provenían los riesgos así como los alimentos para todos. Se los consideraba los protectores de la comunidad y los cazadores; eran quienes se encargaban de luchar en contra de peligros colectivos así como de proporcionarle al clan el sustento proteico más nutritivo. 

El hecho de que un hombre mirara a otro, incluso que se interesara por las reflexiones de otro, implicaba un riesgo pues eso lo distraía de la tarea más útil de estar al acecho de enemigos y de alimentos potenciales. Y cuando esos individuos incursionaban en ese territorio peligroso y desconocido alejado del enclave –para cazar o para explorar territorio en busca de un medio más favorable—también era de interés común mantenerse alerta y evitar que los sonidos que podían indicar peligro fueran ahogados por conversaciones excesivas (dadas esas circunstancias) y así como evitar perder indicios visuales de peligro por estar mirándose el uno al otro6. No les quedaba más alternativa que vigilar en relativo silencio, manteniendo entre sí un contacto visual sólo esporádico. No obstante, a estos exploradores los unía un lazo muy fuerte, contaban los unos con los otros para sobrevivir colectivamente las situaciones de riesgo y también mantenían un lazo muy estrecho con la comunidad. Aportaban alimentos esenciales y los distribuían; arriesgaban sus vidas para defender y proteger a la tribu, y, en ocasiones, cuidaban de los niños en las épocas de migraciones estacionales (como lo hacen hoy en día muchos primates machos y grupos humanos de cazadores-recolectores). A su vez, había miembros de esa tribu que debían ocuparse de otras tareas, a saber, de conservar el grupo tanto desde el punto de vista generacional (encargándose de los alimentos y de otros bienes tales como el tejido o la cura de cueros) como transgeneracional (teniendo hijos, criándolos y cuidándolos). Con ese fin, era fundamental que colaboraran frente a frente dado que la atención recíproca y el contacto estrecho permitían desarrollar al máximo dichas actividades. Para citar como ejemplo una actividad bastante esencial, cuanto más comunitaria se volviera la tarea de criar a los niños desde pequeños en circunstancias desfavorables, mayores eran las chances de que los niños sobrevivieran (esto quedó demostrado a través de estudios acerca de los hábitos colectivos de muchos antropoides)7. El germen de las normas sociales de estos grupos evolucionaron en armonía con las tendencias específicas de cada género y a la distribución cultural de roles, proveyendo una interdependencia entre preservación e innovación que optimizó las circunstancias y las necesidades tribales8.

Los determinantes genéticos, las normas sociales y los procesos cíclicos de la naturaleza coevolucionaron de manera sinérgica a través de los siglos (Capra, 1996). Los rasgos específicos que constituyen el objeto de nuestro análisis estuvieron tanto expresados genéticamente como impuestos culturalmente, además de haber sido reforzados por los contextos9. Esta afirmación debe ser comprendida dentro del marco ya mencionado de la «ecología profunda»10, una perspectiva evolutiva que propone un enfoque sistémico de los seres humanos en su contexto social y natural. Este enfoque va mas allá de una dicotomía entre las variables biológicas y culturales que podrían crear una discusión natura/nutura. Desde ese punto de vista, resulta coherente suponer que algunas diferencias fundamentales de género tienen un substrato evolutivo específico para cada género; la cultura, a su vez, se encargará de seleccionar, en el sentido darwiniano, las reglas componentes que se adecuen a la manifestación de esas características. Pero, desde luego, las culturas, que comienzan como un hábito ad hoc, a la vez terminan por convertirse ellas mismas en sistemas sumamente complejos con una dinámica propia.

¿Qué sucedería si, debido a los altibajos naturales en la evolución del complejo subsistema integrado por la cultura, la sociedad y la economía, algunas de esas prácticas perdieran el encaje con la manifestación de alguna característica evolutiva de los miembros de esa especie? ¿Podría ser ése el caso de la especie humana en contexto, según se manifiesta a fines de este siglo, en relación con los reajustes acerca de lo que significa ser mujer y ser hombre?

Analicemos el valor que puede tener en 1999 el rasgo evolutivo (hipotético) presente en los hombres que favorece los comportamientos de ataque/defensa, de exploración, de caza, de lealtad hacia el grupo, al tiempo que hace que los actos cotidianos de intercambio social, de creación de vínculos y lazos sociales, y de colaboración no diferenciada pasen a un plano secundario. Comencemos por la característica de ataque/defensa y su expresión más común: la guerra, actividad que a lo largo de los siglos ha sido típicamente masculina. A pesar del terrible costo humano de toda guerra, esta actividad perdió cierta popularidad sólo muy recientemente cuando: (a) se desató el poder de la bomba atómica, que hizo que nos hizo percatarnos tanto acerca de su accesibilidad como de la inadmisibilidad de las consecuencias de su uso; (b) la presencia intensa de la televisión durante la guerra de Vietnam, que puso de manifiesto que la guerra es un horror cotidiano inconmensurable que no puede ocultarse detrás de ningún tipo de retórica patriótica. Así es como, aún cuando se siguen librando guerras locales, la guerra ha perdido apoyo popular (Se trata, desde luego, de un comentario occidental y un punto de vista tal vez norteamericano: tanto las guerras sectarias como las fundamentalistas son cada vez más populares en los países balcánicos y del tercer mundo).

Por otro lado, hoy en día, para poder cazar –al menos en Estados Unidos y en Europa occidental– hay que tomar la decisión de pasar por alto el supermercado (donde se encuentra todo) y pagar por el derecho de entrada en alguna reserva natural donde se pueden sacar fotos de animales salvajes, o bien convertirse en miembro de algún grupo de derecha y conseguir una metralleta para ir a cazar. La caza como medio para aprovisionarse de alimentos se ha vuelto obsoleta o extinguida en buena parte del mundo.

Pasemos a la exploración. El mundo entero ha sido explorado con fines cartográficos y transitado hasta el cansancio. Los pocos lugares remotos (remotos para nosotros) que aún puede que no estén totalmente explorados se mantienen así gracias a los ministerios de turismo de esos países. Toda persona con medios económicos puede hoy en día explorar la Antártida ¡con servicio de té incluido! Con sólo pagar a alguna empresa de turismo puedo obtener la ilusión de que estoy realizando una exploración. Lo que aún permanece inexplorado es el espacio extraterrestre, cuyo acceso requiere una tecnología extremadamente compleja y un viaje reservado a un puñado de astronautas. Así es como podemos dar de baja hoy en día la guerra y la exploración, dos dominios masculinos que durante tanto tiempo resultaron esenciales para la supervivencia de la especie.

Analicemos ahora la política. En esta nueva era, regida por la tecnología revolucionaria y el derrumbe de las ideologías, la política pasó de lo sublime –con figuras míticas como Ghandi, Kennedy o el Che Guevara, para abarcar diferentes zonas del espectro— a lo patético, de Nixon a Pinochet o Gadhaffi y de ahí para abajo; sin mencionar que los gobiernos están transfiriendo cada vez más claramente su esfera de control al poder de las multinacionales. El viraje de la retórica política hacia la derecha lleva a que se describa las iniquidades sociales como un castigo merecido, como una consecuencia de la falta de mérito personal de los desposeídos, en lugar de ser consideradas una cuestión de responsabilidad social, que se escamotea bajo la retórica de la responsabilidad individual. Si uno de mis hijos me dijera: «Papi, quiero dedicarme a la política», yo le contestaría: «¡Vamos, habla en serio, elige algo respetable!». Así es que podemos dar de baja a la política, aún cuando muchos hombres y mujeres optan por ella, quizá por error o por romanticismo ingenuo o porque les fascinan las transformaciones en la forma en que está organizado el mundo. Desde luego, esta es otra opinión sesgada por mi cultura. En muchas partes del mundo, la política, si bien implica ciertos riesgos, proporciona un acceso rápido y sucio a la riqueza y al poder. Y, tal vez, en algunos rincones del mundo la política puede que se practique con intenciones nobles11.

Pareciera que, en nuestra especie, de todas las actividades que eran dominio del hombre, la que queda es el mundo despiadado y sanguinario del comercio, con especial énfasis en el mundo empresarial, y el mundo de las pseudo guerras deportivas (si bien la comercialización de los deportes ha borrado los límites entre la actividad deportiva y el comercio). Por cierto, la pirámide de poder de las empresas es tan cerrada como la de las fuerzas armadas: hay muy pocos generales y muchos reclutas de bajo escalafón12. Además, desde los albores de la revolución industrial, el mundo empresarial se ha perfilado como anómico, cada vez más alienado de todo sentido de responsabilidad colectiva. Entonces, a menos que te sumerjas ciegamente en él, como lo hacen muchos hombres, no tardarás en perder todo tipo de respeto por esa nueva frontera del mundo empresarial o el mundo de los deportes profesionales. Algunos hombres, desesperados, buscan refugiarse en el mundo imaginario de las películas de acción o incluso de las historietas, en las que predomina una mitología cargada de testosterona. Algunos simplemente matan gente.

Todo parece indicar que el cambio que se produjo en nuestras prácticas culturales y que las distanció del encaje recíproco con las inclinaciones filogénicas de la especie se aceleró en forma muy sustancial hace unos 10.000 a 14.000 años, cuando la caza y la recolección, que habían constituido la actividad principal y el eje cultural durante millones de años, dejaron de ser suficientes para mantener a una población en constante crecimiento (Shepard, 1973)13. Puede que esto también haya coincidido -y quizá se vio beneficiado o intensificado- con una evolución que sufrió la mente de la especie en dirección a procesos cognitivos más complejos y más fluidos (Mithen, 1996). En los albores de la revolución agrícola, se comenzaron a domesticar las plantas y los animales, lo cual hizo necesario a su vez una modificación de hábitos, de hábitats, de prioridades y, en términos generales, de la cultura14. Esto generó un cambio importante en términos de habilidades y atributos apropiados tanto de hombres como de mujeres, entre los cuales se encuentra el hecho de que los hombres tuvieron una necesidad menor de llevar a cabo prácticas orientadas hacia la periferia del clan. Para la gran mayoría de los hombres, volcarse a la agricultura significó un cambio drástico de prioridades, en especial cuando la agricultura dejó de ser agricultura de subsistencia voluntaria y se volvió coercitiva, con el advenimiento del poder político centralizado (Prior, 1971). La vida en el campo se transformó en una rutina pesada, cotidiana y aburrida; significó perder una tribu a quien cuidar; proveer a una subsistencia marginal en la que había más posibilidades de ser explotado que de tener autodeterminación (o de explotar a otros, para el caso). Las mujeres también sufrieron cambios igualmente drásticos en sus costumbres, ya que progresivamente fueron perdiendo la experiencia diaria vital que proporcionaba el colectivo femenino; se las condenó a producir hijos como mano de obra barata (emulando a los animales de corral) y no era raro que tuvieran que trabajar la tierra al lado de sus compañeros, si es que no lo hacían solas (mientras el hombre buscaba una tarea masculina a la que dedicarse, o era obligado a ir a la guerra, o acababa esclavizado por otros hombres que se adueñaban de la tierra).

Tal vez esta pérdida del encaje recíproco se vio acelerada hace unos 3.000 años, durante el apogeo de las civilizaciones griega y romana, cuando, de acuerdo a Foucault (1984) adquirieron preponderancia en nuestras sociedades, las prácticas del yo–es decir, el reconocimiento autoreferencial del individuo que reemplazó al supuesto de ser parte de una comunidad, creando la ilusión actual del el ego de ser el centro del universo.

Y el proceso se aceleró dramáticamente hace unos 400 años como consecuencia de la pérdida progresiva de la seguridad que derivaba de las obligaciones recíprocas del clan, pérdida que acaeció como consecuencia de la revolución industrial.

Sea este un proceso de 14.000, 3.000, 400 ó 30 años de antigüedad –probablemente una progresión i rregular desde entonces hasta nuestros días–, puede que algunos componentes de nuestro programa genético-social nos tienten a nosotros, los hombres, a intentar ciertas actividades que nuestra época ha excluido o trascendido (y no es que yo diga: «Ah… ¡qué buenos eran aquellos tiempos de las guerras nobles, la explotación noble, la caza noble que condujo a la extinción de especies, la exploración y la conquista nobles, la política noble!». ¡Prefiero la desmistificación!).

Todas estas transformaciones contextuales y esa pérdida progresiva de encaje recíproco tienen lugar en una sociedad que nos educa con estereotipos a granel. Los hombres se encuentran en una situación social en extremo violenta, ya que la supresión de las expresiones múltiples de los roles está acompañada por fuertes mandatos sociales que igualan a esas expresiones con lo masculino, complicada por la prohibición social de los intercambios emocionales y la pérdida de la experiencia del apoyo recíproco. Esa descripción ecológica no exime ni absuelve la responsabilidad por los actos de violencia a que dicha contradicción pueda dar a lugar en los hombres, pero abre una ventana desde donde apreciar el profundo dolor que puede generar este conflicto obscuro.

No es de extrañar que los hombres de occidente se sientan confundidos y desconcertados. A los hombres ni siquiera hace falta enseñarles a ser sólidos, ¡pues no existe razón para que lo sean! Como en la obra de Pirandello de 1921, «Seis Personajes en Busca de un Autor» (Pirandello, 1998), los hombres buscan cómo poder reconocerse a sí mismos como hombres, en tanto fracasan sus intentos de armonizar con el medio. Con razón tratan de despojarse de su ignorancia emocional y aprender de las mujeres cómo comportarse en el mundo interpersonal: su propio estilo de comportamiento ya no encaja. Claro que comportarse como una mujer, si bien constituye una buena experiencia de aprendizaje, no necesariamente logra que se fomente el encaje recíproco, ya que algunos comportamientos esenciales de la mujer también son, a su vez, resultado de un mandato evolutivo y puede que muchos de ellos también estén en crisis. Y la solución híbrida que promulga: «Vayamos al bosque a estar entre hombres, para tocar tambores y leer poesía» no tiene demasiados adeptos. También podría proponerse dentro de este marco que el reciente resurgimiento del fundamentalismo y la balcanización no es más que un desesperado intento por recrear las condiciones previas de la encaje recíproco, es decir, una reacción contra la pérdida de la armonía que existía anteriormente entre las tendencias diferenciadas según el género, las normas sociales y la naturaleza.

Demasiadas arvejas en la vaina: el exceso de población como variable adicional

Los cazadores-recolectores tenían muy poca descendencia; la cantidad se equilibraba ecológicamente con las características del medio ambiente. Los agricultores, por el contrario, estaban interesados en la mano de obra barata, por lo cual los hijos eran un producto primario a maximizar. Nuestra especie pasó de tener una población mundial total de 10 millones en el año 10000 A.C. a tener algo más de 6 mil millones en la actualidad, con un incremento anual superior al 1,4%. En este siglo nuestra especie puede que haya traspasado, sin advertirlo, el umbral de tolerancia de densidad demográfica, al no haberse mitigado su crecimiento por la carencia reciente de guerras masivas, pestes o meteoritos (salvo en la ficción de esa película optimista reciente titulada «Impacto Profundo»).

Ahora bien, toda especie muestra una repuesta orgánica concreta para mitigar los efectos nocivos de la superpoblación (Futuyma, 1997), aún cuando las modalidades de manifestación de dichas respuestas varían notablemente. La característica reactiva más frecuente es la tendencia a dispersarse, que se repite en todas las especies. Algunas de ellas recurren a la mutación y, por ejemplo, generan alas. Otras practican sistemáticamente el canibalismo con los recién nacidos o cometen infanticidio. Otras desatan actos de violencia sin precedentes que consisten en matanzas colectivas, incluso batallas que dejan sin vida a la mitad de la población. O se arrojan colectivamente a un precipicio. O sus defensas inmunológicas se debilitan como resultado del stress y gran parte de la especie muere de una enfermedad u otra.

Es posible que todos nosotros, hombres y mujeres por igual, estemos reaccionando a la superpoblación en nuestro planeta de acuerdo a algún mandato atávico. Nosotros, como especie, hemos intentado muchas de las soluciones ya mencionadas —aún no nos han crecido alas— pero, como ya mencioné antes, muchas de ellas están perdiendo prestigio en nuestro medio sociocultural occidental. Pero es posible que se estén gestando, como alternativas, nuevos intentos creativos para afrontar la superpoblación. Uno de ellos –avalado por gran cantidad de pruebas— es la reducción progresiva del total de esperma en el hombre, en diferentes culturas y naciones, un mecanismo muy razonable para reducir el índice de crecimiento demográfico. Si bien es probable que no se deba exclusivamente a la superpoblación sino también al desplazamiento en el encaje recíproco ecológico, la crisis de la masculinidad y la reducción progresiva del impulso sexual podrían ayudar a reducir la alarmante tasa de natalidad. Otro método razonable para la disminuir el crecimiento demográfico sería que se produjera una aversión combativa cada vez mayor entre los géneros, lo que conduciría a una reducción de la cantidad de bebés engendrados mediante métodos convencionales.

En resumen, puede que a la actual reducción de la calidad de la vida inter-genérica en nuestra especie haya sido facilitada por una superposición entre la ya mencionada falta de encaje recíproco evolutivo y un mecanismo neutralizante disparado en nuestra especie por la superpoblación.

Posibles ventajas clínicas de la historia evolutiva (o ¿Qué esta haciendo un terapeuta postmoderno como yo en un relato como éste?)

Una vez complicado el problema con el agregado posible de esta variable, volvamos al esquema que nos concierne. He presentado el esbozo de una hipótesis sobre cuál puede ser el núcleo de la crisis de la masculinidad, a saber, la disminución del encaje ecológico entre las tendencias genéticas, las pautas sociales y el medio ambiente, que afecta al menos al hombre o, quizás, a nuestra especie en su totalidad. Asimismo, este punto de vista ecológico evolutivo, si bien respeta y sustenta la lucha feminista, asume que la crisis de la masculinidad no es ni producto ni causa del movimiento feminista.

Otras propuestas que se escuchan sobre el tema hoy en día son: (a) la tradicional o conservadora o fundamentalista, que mantiene y reitera la opresión, la marginalidad y la cosificación de la mujer y (b) las postulaciones del feminismo (por cierto más preferibles a la anterior) que, o bien culpan al hombre por la opresión de la mujer, o culpan a la sociedad por otorgarles a los hombres facultades especiales cuando ambos sexos son intrínsecamente iguales, salvo las obvias diferencias físicas (ver por ej. Burke, 1996).

De hecho, existen abundantes pruebas de que nuestra sociedad actual está repleta de prácticas opresoras de la mujer, incluso la violencia de los hombres hacia las mujeres así como muchas otros comportamientos sociales aprobados por los hombres en perjuicio de la autodeterminación femenina. El feminismo constituye un movimiento político extraordinario que tiende a ampliar el acceso de la mujer a todas las esferas de la vida, y mis especulaciones no contribuyen a reducir la velocidad del cambio ni dan argumento alguno que pudiera interferir en ese ritmo. Sin embargo, creo que, como reacción al hecho de percatarse del estado de subordinación de la mujer, el movimiento feminista cae con frecuencia en el error categórico de confundir características sostenidas por la cultura con responsabilidad individual. Ese error, pudo haber sido el punto de partida del implacable ataque masculino que ha caracterizado cierta literatura feminista y prácticas feministas cotidianas, que dan por sentado que los comportamientos opresores de los hombres son, en todos los casos, actos deliberados llevados a cabo para preservar las desigualdades, en lugar de remanentes culturales de prácticas de la vida cotidiana. Desde ese punto de vista, la campana feminista dominante es como un software poderoso que contiene un virus: la mujer adquiere poder a expensas de incorporar una historia de victimización, vindicación y restitución que fuerza una polarización dentro de las parejas y de las familias. Para decirlo de otro modo, el supuesto de que los hombres son discapacitados emocionales, proclives a la violencia, seres dominantes y coercitivos a quienes las mujeres unidas en el movimiento feminista están a punto de desalojar de su puesto de poder, constituye una narrativa que si bien en muchos casos resulta extremadamente útil, no es lo suficientemente buena ni para los hombres ni para las mujeres como comunidad. Por empezar, no los ayuda a remar.

Por cierto, el esbozo de hipótesis evolutiva, que propongo aquí como alternativa, no puede ser probada como correcta o incorrecta. Pero, desde luego, tampoco se puede probar ninguna de las otras hipótesis. Si, hasta nuevo aviso, ninguna de ellas resulta ser una hipótesis demostrable, ¿cómo hacemos para optar por una de ellas, cuál posee mayor potencial de transformación para organizar nuestra conversación, ya sea terapéutica o no? 

Una posibilidad interesante emana de ciertos criterios propuestos para construir una «historia mejor formada» (Sluzki, 1992; Sluzki y Cobb, 1999). En toda conversación terapéutica (por ejemplo en una consulta con un individuo, una pareja, un grupo, una familia, una organización, entrampados en un dilema que los inmoviliza) tenderemos a introducir en la historia problemática en la que están atascados, cambios que la ayuden a transformarse en otra historia, una con los siguientes atributos:

  • es factible, es decir, se basa en información anterior y en experiencias reconocibles, que no contradicen las normas consensuales ni los mitos culturales
  • es elegante, es decir, tiene coherencia interna, armonía y fluidez
  • es evolutiva, es decir, tiene continuidad en el tiempo y especifica los potenciales para el cambio, el aprendizaje y el crecimiento
  • es ecuánime, es decir, coloca a todos los personajes en un locus preferencial, sin predeterminar víctimas y victimarios, cuerdos y locos, nobles y villanos, embusteros e ingenuos
  • es ética, es decir, fomenta el respeto y la preocupación por todos los participantes, evita la opresión y el dolor, fomenta el crecimiento y la alegría, el apoyo recíproco y el sentido de responsabilidad colectiva. 

La historia evolutiva propuesta aquí tiene, según creo, algunas de estas ventajas potenciales con respecto a las otras descripciones:

  • es factible, es decir, viable en lo que respecta a información etológica, paleoantropológica y antropológica, así como también encaja con las experiencias cotidianas
  • tiene coherencia interna y armonía y no incluye más molinos de viento que las otras historias que predominan hoy en día
  • es evolutiva, no sólo en su lógica sino también en que introduce ideas que contienen potenciales para el crecimiento y para los cambios relacionales, con lo cual nos incentiva de un modo diferente a relacionarnos entre nosotros y con el medio ambiente 
  • es ecuánime, ya que define los conflictos de ambos géneros —destaqué la desazón de los hombres en tanto este trabajo fue presentado originariamente en un congreso sobre ese tema, pero también se puede aplicar a las mujeres—y concuerda totalmente con los objetivos feministas en su lucha por el pleno acceso de la mujer a todos sus potenciales y opciones
  • es ética, ya que, destacando distintas situaciones dilemáticas, fomenta el respeto y la preocupación tanto por el self como por los demás así como la responsabilidad colectiva.

Y, en última instancia, por el mero hecho de mantenerla como una alternativa posible, expande la gama de historias viables a nuestro alcance como terapeutas y, por ende, enriquece nuestras opciones para facilitar el cambio. En este aspecto, resulta pertinente que recordemos el imperativo categórico que von Foerster (1984) propuso como guía para nuestro trabajo terapéutico, a saber, aumentar la variedad y la calidad de nuestras opciones, y las de nuestros pacientes. La hipótesis evolutiva que aquí propongo puede ser útil para ellos y para todos nosotros dentro del complejo e inevitable proceso cooperativo que consiste en reconstruir el kayac para dos mientras remamos en medio del río y, quizás, hasta puede que nos permita disfrutar de la excursión.

Referencias

1 Ponencia plenaria presentada en «The Men’s Project: A Conference on Strategic Approaches to Men’s Problems in Therapy» (El Proyecto de los Hombres: Conferencia sobre los Enfoques Estratégicos para los Problemas de los Hombres en la Terapia). The Family Therapy Institute of Washington, DC. 4-6 de junio, 1998. Este artículo fue publicado en el nº 57 de Perspectivas Sistémicas , Julio- Agosto de 1999 

2 El Dr. Sluzki, es Decano para Ciencias de la Salud en el College of Nursing and Health Science y Research Professor en el Institute for Conflict Analysis and Resolution, ambos en George Mason University; Profesor Clínico de Psiquiatría, Escuela de Medicina, George Washington University; Editor del American Journal of Orthopsychiatry; consultor de la Organización Mundial de la Salud y de la Corte Criminal Internacional de La Haya. Fue Editor de la revista Family Process y Director del Menatal Research Institute (Fundador del curso).

3 Tampoco se trata de un concepto que pueda ser calificado de moral o inmoral. Ni siquiera es un concepto direccional: al igual que la «selección natural», simplemente sucede.

4 A propósito, esos hombres se han visto con frecuencia marginados por el movimiento feminista, el que esgrimió un argumento razonable, similar al que utilizaron los negros para rechazar la ayuda de sus aliados blancos cuando se consolidaba el movimiento por los derechos civiles en los Estados Unidos de Norteamérica: («El hecho de que nos ayuden nos debilita. Dedíquense a cambiar ustedes»).

5 No todos coinciden en este aspecto. Una representante poderosa del feminismo disidente, Camille Paglia (1991), sostiene que la especie humana creó la institución social para controlar la violencia esencial inherente (¿genéticamente programada?, inferiría yo) a nuestra especie.

6 Los grupos en los que está en juego la supervivencia también requieren una estructura más jerárquica para poder llevar a cabo una acción colectiva eficaz. Esta necesidad también puede que ayude a explicar – quizá mediante una combinación de predisposiciones genéticas y de vestigios culturales— por qué a los hombres los intimidan las jerarquías en mayor medida que a las mujeres así como por qué los hombres son más proclives a organizarse en jerarquías, rasgo que va en contra de las relaciones de amistad y las actividades de colaboración entre hombres.

7 Estas diferencias específicas de género en lo que respecta a la distribución de labores enciende una luz evolutiva interesante a la que hace Gilligan entre la orientación hacia la «justicia» y hacia el «cuidado» que caracteriza a hombres y mujeres, respectivamente (Gilligan, 1982), (Cf. también Gilligan y Attanucci, 1988).

8 Todo argumento que incluya variables genéticas requiere que se haga hincapié en el hecho de que impronta no equivale a determinismo. La literatura especializada en genética es elocuente en este aspecto. Existen variaciones importantes en la manifestación de rasgos genéticos específicos en toda población o especie. Biológicamente, se ven afectadas por mutaciones y recombinaciones, incluyendo cambios genéticos y el flujo genético por azar («random genetic drift and genetic flow») (Futuyma, 1986, p. 12). Sin embargo, muchos rasgos persisten – es decir, puede que sean seleccionados en forma reiterada— dado que han sido útiles para la comunidad. Tal es el caso de los rasgos que preparan al individuo –y, de ese modo, a la comunidad— no sólo para las circunstancias presentes sino también para contingencias futuras novedosas (es decir, poseen, siguiendo a Bateson [1972], cláusulas de deutero-aprendizaje). Los rasgos genéticos que forman parte del equilibrio evolutivo que se analiza en este ensayo tienen una alta penetrancia (el porcentaje de individuos en que se manifiesta el efecto filogenético), expresividad (la magnitud del efecto filogenético) y norma de reacción variable (la variedad de expresiones en diferentes circunstancias ambientales) (Futuyma, 1986, p. 53).

A su vez, el punto de vista de Construccionismo Social da por sentado que no sólo los constructos organizan nuestra realidad sino también los «sistemas de emociones que constituyen la representación interna de las normas o pautas sociales» (Averill 1986, p. 100). De hecho, los límites entre la base biológica y los componentes construidos socialmente que integran dichos sistemas son bastante borrosos (Averill, 1986, p. 101).

9 Fritjof Capra (1996) hace un llamado para que se adopte una perspectiva de «ecología profunda», un punto de vista universal e integrador que «no separa al ser humano –ni ninguna otra cosa— del entorno natural» (p. 7), sino que supone una interdependencia intrínseca de los individuos y las sociedades subsumidos en los procesos cíclicos de la naturaleza.

10 Otro argumento interesante acerca de la disonancia creciente entre los hombres y la política es que el mundo de la política ha experimentado –con toda razón— una feminización, no sólo porque cada vez hay más mujeres en puestos de liderazgo (Golda Meir, Indira Ghandi, Margaret Thatcher, Madeleine Albreight, por mencionar sólo algunas que me vienen a la mente) sino también porque el lenguaje de la política ha sufrido una feminización, pasando de palabras tales como razón, responsabilidad, disciplina personal, intelecto a otras tales como cuidado, compasión, sentimientos, perdón, disculpas, comprensión y educación (Weldon, 1992). No es de extrañar que los hombres hayan vivido el acceso de ambos géneros a dichas actividades, como una nueva erosión de un territorio ya reducido enormemente, a saber, aquello que la cultura definía y el individuo vivía como «lo masculino».

11 Eso no le quita atractivo: las empresas promueven místicas que garanticen la lealtad y fomenten la identificación de las bases con su bandera y sus autoridades: «¡Estoy orgulloso de trabajar en Daimler, Benz, Toyota o Chrysler! Miren lo bien que le va a nuestra empresa en el mercado internacional –aunque eso no se refleja en mis ganancias personales— y lo bien que se cotizan nuestras acciones, -a pesar de que yo no tengo ninguna-«. (Si lo desea, en la oración anterior, puede reemplazar «Toyota» por River Plate y «Chrysler» por la tenista internacional de turno sin que se produzca un cambio sustancial).

12 La explosión demográfica coincidió con cambios climatológicos globales hacia un medio más benigno, que siguió a la finalización del último Período Glacial. (Cohen, 1977).

13 La revolución agrícola comenzó con la agricultura de subsistencia (en Jericó, hace unos 7.000 años, existían sólo poblados que no excedían los 125 individuos). De hecho, la cosecha, actividad similar a la recolección del período nómade previo era definida como una actividad femenina y, por ende, en los rituales de cosecha predominaban las imágenes, los símbolos y los términos femeninos. Sin embargo, el hombre conservaba el control del orden político: la prerrogativa que tenía el cazador de distribuir los frutos de la caza se amplió y pasó a incluir el control de las riquezas y el «arrogante concepto de la posesión de tierras» (Shepard, 1973, p. 126). A medida que se anexaron mayores extensiones de tierra para el cultivo, se multiplicó la esclavitud, la captura de futuros esclavos se convirtió en un nuevo motivo de guerra y las deidades animales reemplazaron a los íconos femeninos.

14 Esto se debe no sólo a que las condiciones de vida difíciles, o un clima riguroso incrementarían dramáticamente la mortalidad infantil, sino también, a que el ciclo menstrual de la mujer y, por ende, su capacidad reproductora está calibrada sensiblemente con el medio: los esfuerzos físicos repetitivos así como una nutrición deficiente traen aparejado una discontinuidad en la ovulación (la falta de condiciones extremas en nuestra vida moderna nos hace olvidar dicho rasgo). En consecuencia, en el grupo de cazadores-recolectores, la mujer estaba en condiciones de concebir sólo cuando el medio ambiente le era propicio. A pesar de todo, merece subrayarse que la revolución agrícola, contrariamente a la creencia popular, conllevó una disminución de la calidad de vida y un aumento de los problemas de salud (Cohen, 1977).

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