Luna de Avellaneda o cómo entronizar lo dado
Subjetividad, muerte y cultura política

Ambientada en la actualidad, LUNA DE AVELLANEDA es una película coral con Ricardo Darín como protagonista, quien interpretará a Román Maldonado, miembro de la comisión del Club Social y Deportivo del bonaerense barrio de Avellaneda que vivió en 1959 su mejor momento. Sin embargo cuando comienza la película, el club, al igual que todo el país, atraviesa una aguda crisis que hace plantearse a sus integrantes la posibilidad de venderlo para convertirlo en un Casino.

Dirigida: Juan Jose Campanella.

Actores: Ricardo DarínEduardo Blanco; Mercedes Moran.

Katarsis

La película «Luna de Avellaneda» concitó las expectativas de muchísimos argentinos, los comentarios elogiosos corrieron de boca en boca, allí, en ese tiempo que nos regala el celuloide podemos sentirnos representados; en esos personajes tiernos podemos sentirnos identificados; en ese político corrupto podemos encontrar la causa de nuestros males; en esos hombres y mujeres dolientes, pero valientes y conflictivos, podemos vernos reflejados y llorar y reír con ellos. Sin embargo … no puedo evitar desconfiar de nuestro sano sentido común , que, como todo el mundo sabe, es el mejor repartido de los sentidos, según decía Descartes. Y pensando en filósofos, los griegos inventaron un dispositivo político que Aristóteles consagra en su «Poética» en el concepto de «katarsis». La dominación sufrida por los cretenses por parte de sucesivas oleadas de indoeuropeos, condenó al exilio a aquella magnífica cultura femenina, sensual, abierta. Existe una conocida representación en la cual Palas Atenea con su escudo aplasta a una serpiente, símbolo de la tierra y lo femenino, con ello, la hija de Zeus consagra la dominación indoeuropea sobre el pueblo cretense. No obstante grupos de mujeres en el bosque seguía celebrando el sparagmós fiesta orgiástica que tenía como víctima a un macho cabrío y tal vez, dicen las malas lenguas, a algún varón de la raza de los dominadores. Culto secreto, éste y otros representaban la resistencia de un pueblo frente al avasallamiento de su cultura y riquezas. Bueno… podríamos seguir hablando de la historia griega, pero es mejor no abundar, lo cierto es que estos cultos resistentes fueron colonizados y neutralizados al ser colocados en el teatro ateniense como «espectáculo», como objeto para ver y posibilitar la katarsis que el viejo Aristóteles, consideraba necesaria para mantener el orden en la polis.

El teatro griego, y fundamentalmente la tragedia, tuvo un profundo sentido político que aquí no es dable analizar, pero en él jugó un rol central la katarsis, palabra que provenía del lenguaje médico y aludía a una expurgación del cuerpo y sus funciones vitales.

Allí, cuando el ciudadano se transformaba en espectador de los propios dolores podía experimentar sentimientos encontrados, identificarse con personajes, manifestar emociones, de ese modo desactivarlas y también aprender. De esta manera asimilaría situaciones, podría manejarlas y aceptarlas del mejor modo posible para que en la polis reinara el kosmos (orden , arreglo, armonía). La magnífica invención de los griegos perdura hasta hoy día de múltiples y sofisticadas maneras. Creo que también en «Luna de Avellaneda».

La obra, ágil, agradable, nos hace sentir cómodos desde el comienzo y llorar y reír por nosotros mismos. Ella nos posibilita la antigua y necesaria katarsis. Pero junto a este proceso de expurgación afectiva, ¿qué más nos pasa? o mejor diré, a fin de no universalizar vanamente, ¿qué me pasó a mí?. ¿Acaso lo que yo experimenté lo leerán otros?. No lo sé, pero me interesa analizar relatos y sus posibles efectos en los sujetos, más allá de las intenciones de sus «autores «. También me gustaría repensar el lugar político de la katarsis.

Cuestión social y sociedad salarial.

¿Qué construye en nosotros «Luna de Avellaneda» ?. La película nos muestra un quiebre, un corte. La primera escena alumbra un tiempo feliz, presentado con caracteres míticos, en el que las familias de un barrio se encuentran alegremente en el club en un baile de carnaval. La escena ilumina un modo de vida en el que la subjetividad se constituía en una familia, con padres que trabajaban, familias que protegían, un barrio que ampliaba el espacio de la casa, que, como el vientre materno, preparaba de modo acogedor a los niños para salir a un mundo en el que el tiempo implicaba una cierta previsibilidad y los espacios estaban claramente delineados. El interior de la casa, las calles amigas del barrio y los lugar del club, se complementaban y constituían en su espacialidad ordenada y previsible, unas subjetividades cuyo tiempo podía transcurrir en una carrera esperable, en un decurso de vida más o menos confiable. Ello podía comportar homogeneidades, semejanzas, pero también soportes y, desde allí a menudo pensamientos y acciones alternativas.

Se trataba de la vieja sociedad salarial que construyó un entramado de relaciones conocido como «lo social». La trama contenedora de «lo social» fue el efecto de múltiples estrategias que se trazaron ya desde el siglo XIX, pero que se consolidaron después de la segunda guerra en la constitución de un pacto social entre empresas, estado y sindicatos. Tal pacto alumbró «la sociedad salarial» a fin de contener la «cuestión social». ¿De qué hablamos cuándo decimos «cuestión social»? Nos referimos al abismo existente entre los principios proclamados (libertad, igualdad, propiedad, trabajo) y la realidad efectiva. Ese vacío entre los principios proclamados y la historia concreta es el fantasma que recorre el mundo capitalista desde su constitución. La cuestión social estalla desde el tiempo de la revolución industrial en conflictos constantes: ellos son los síntomas de un fantasma que no puede ser conjurado. 

La constitución de la sociedad salarial fue una estrategia que duró unos treinta años.

Fue el más exitoso intento de conjurar el fantasma de la cuestión social. En esa sociedad salarial, la familia, ordenadora de la sexualidad en el campo de las alianzas, jugó un papel central. La madre y el médico (no parece casual que Alberto Castillo, protagonista de la primera escena de «Luna de Avellaneda» fuese médico en la vida real al tiempo que uno de los cantores populares que más sostuvieron desde la pantalla, el valor de la familia y la alegría) encarnaron una alianza que hizo a la constitución «normal» del cuerpo del niño, futuro ciudadano. La familia se afianzó como matriz del futuro adulto normal, que recorría con cierta seguridad los momentos de la vida. De una vida inscripta en una cuadrícula contenedora y reparadora ( al menos parcialmente) de las desigualdades que caracterizan a la cuestión social.

La constitución del tiempo mítico y el borramiento de la memoria histórica.

Súbitamente la alegría festiva del carnaval se interrumpe, la película funde en negro los colores de la fiesta y el mismo espacio físico reaparece, pero ahora casi vacío, feo, sin colores ni bullicio. Entonces la trama continúa muchos años después, en el ahora que nos agobia y que huele a tragedia. En la escena que sigue al fundido a negro los espacios no son el lugar de constitución de lazos amorosos, no constituyen un tiempo previsible; se presenta ya un conflicto en el que la falta de trabajo y la violencia entre amigos y familiares se avizora. Un tiempo en el que la vieja familia ha estallado en pedazos. Un tiempo en el que la escisión «normal»- «patológico» ha caducado pues ya yo hay tiempos ni espacios previsibles. Pero me pregunto: ¿Qué implica ese fundido a negro entre ambas escenas?. Allí falta algo. 

Aquello que falta es algo del orden de la historia. En el lugar de la carne y la sangre de la historia habita el negro. Las escenas siguientes transcurren en el presente bajo la construcción y la advocación de un momento mítico ubicado en un pasado muy diferente; la diferencia se percibe, pero lo que no se ve es que algo falta. El fundido a negro opera un corte en la memoria histórica y entonces posibilita el juego entre el momento mítico, colocado fuera de la historia (el baile de carnaval- sociedad salarial) y el presente cuya fea oquedad queda naturalizada. Ese negro que separa el presente del pasado mítico suspende en ningún lugar, el tiempo y el espacio que hacen a la genealogía de la tragedia presente como si no hubiese nada que explicar, o como si la razón de la tragedia radicase en el político corrupto que quiere que el club se venda a cambio de algún oscuro negocio que sólo a él lo favorece. ¿Pero puede la trama de lo social reducirse a esta percepción?. 

¿Son algunos individuos de honestidad dudosa los causantes de la destrucción del club, de los lazos sociales, de la Argentina?. ¿Qué oculta esta substancialización de los procesos en un sujeto?.

Eso que falta en la película semeja la pérdida de nuestra memoria histórica. Pero la memoria colectiva e histórica es necesaria para inteligir en el presente y para proyectarse hacia el futuro. Eso de lo que no se habla en el film es una profunda mutación histórica que estamos atravesando desde la década del ’70, momento en que a nivel internacional cambian los parámetros de acumulación de capitales a partir de la tercera revolución industrial y que se expresa políticamente en los lineamientos de la Comisión Trilateral y con el Consenso de Washington en los ‘80. Esos «acontecimientos» sancionan una estrategia que tiende al fin de «lo social» como entramado contenedor y reparador de las diferencias; esos sucesos sancionan el fin de la sociedad salarial y del pacto entre empresas, estado y sindicatos. Final anunciado como consecuencia de las luchas intercapitalistas, pero también de las rebeliones populares. La sociedad salarial o de las disciplinas, creó sujetos homogéneos, pero también honestos, creyentes en la ley del imperativo categórico introyectado en la familia y a menudo, por eso mismo, resistentes a las injusticias.

Los cuerpos colectivos que volvieron a cuestionar el orden en los ’60 en diversos lugares del mundo, constituyeron la emergencia conflictiva del fantasma de la cuestión social. Ello mostró que ese fantasma reaparece, retorna de formas y con nombres diversos, se expresa en innumerables y distintos síntomas sociales, ese fantasma parece ser constitutivo del orden social capitalista . Los diversos conjuros de este fantasma han fracaso, es así que en los ’80 una Margaret Tatcher triunfante proclamaba como un nuevo conjuro el fin de «lo social».

Ello implicó entre nosotros deshacer la trama que dio lugar a relaciones vinculares que hoy son objeto de nuestra nostalgia y que la Luna de Avellaneda ilumina en la primera escena de la película en la que el baile popular muestra a las familias y sus vínculos afectivos en un mundo en el que las relaciones barriales era continuación de la intimidad de la casa que nos abría al mundo. Así, cuando la tercer revolución industrial a partir de la década de 1970 posibilitó reemplazar trabajo vivo por trabajo muerto como nunca antes en la historia, el diagrama de poder comenzó a cambiar. Las nuevas tecnologías permitían al capitalismo sortear sus tres obstáculos más fuertes: falta de energía, materias primas y físicos, así como psicosociales de la fuerza de trabajo. Proclamar el fin de «lo social» implicó la estructuración de una estrategia en la que la pérdida de los lazos laborales, traería aparejada, la ruptura de vínculos barriales, amistosos, sindicales, familiares. 

En esa nueva estrategia los sujetos son nombrados como «autónomos», pero esa autonomía encubre un profundo y desgarrador desamparo subjetivo sostenido en el borramiento de la memoria histórica y en la desarticulación de lazos societarios.

A partir de mediados de los ’70 el desempleo y la precarización laboral se tornarían estructurales, los desocupados no serían ya más un ejército industrial de reserva», sino una capa creciente de la población mundial, expulsada del sistema. De un sistema que demanda como una de sus características la flexibilidad de productos( de ese modo renueva la demanda constantemente), de procesos y de sujetos.

El sujeto en su identidad misma debe ser flexibilizado a fin de que se adapte a cambios constantes que el mercado ahora representado en organismos internacionales, exige. La muerte de «lo social» supuso una transformación de la totalidad de los modos de pensamiento, de cultura, de relaciones políticas, sociales, económicas y vinculares. 

Ello implicó una mutación histórica profunda en la cual el estado y sus funciones fueron resignificados. Ello comportó en el país de Avellaneda una tragedia que se desenvolvió en varios actos, que conforman sin que lo sepamos las capas de nuestra memoria.

Los tres actos de una tragedia argentina.

El primer acto lo constituyó, al menos en América Latina, una ola de dictaduras militares que se imponían en nombre de la seguridad nacional, pero que tenían como finalidad reformular las relaciones entre Estado y Sociedad civil, a fin de reconfigurar la totalidad de las relaciones en función de las exigencias de las megaempresas que surgían en consonancia con las posibilidades dadas por el cambio en el paradigma productivo. 

Los genocidios perpetrados tenían varios objetivos, desde el punto de vista económico forzar a las economías de los países pobres a adaptarse a los nuevos dictados de los países centrales liderados por EEUU; desde el punto de vista político generar la constitución de un nuevo pacto social que ya no se basaría en la integración moral de los ciudadanos; desde el punto de vista social y cultural la reconstrucción de los modos de pensamiento y de las conductas. Ello era juzgado necesario por hombres como Samuel Huntington (miembro de la Comisión Trilateral), quien concebía la necesidad de estructurar formas de «consenso por apatía» ya que, decía, un exceso de democracia afecta a la gobernabilidad. 

La existencia de poblaciones marginales desactivaría los ánimos y permitiría dirigir de modo más adecuado a los países pobres, poseedores , por otra parte de materias primas y recursos estratégicos. Estos países, en el caso de Latinoamérica podían aliarse entre sí o con la URSS, debían ser controlados.

La construcción del consenso por el terror que provoca la desaparición de cuerpos fue el primer acto de la tragedia. El terror socava la memoria, produce una angustia flotante que impulsa a la denegación de lo dado y con ello, de los sucesos, vínculos o procesos ligados al objeto del terror. El terror desestructura lazos sociales y ensimisma a los sujetos, aun sin que estos tengan conciencia de ello.

El segundo acto lo conforma la emergencia de las democracias en la década de los ’80.

Las dictaduras eran un obstáculo a la flexible circulación de bienes, sujetos e información. Las democracias se constituyeron sobre aquella capa de terror que comenzó a asociar la política con la muerte y que generó de modo inconsciente una cierta hostilidad hacia la política, en tanto ésta reenviaba, de modo más o menos consciente al horror de la muerte. Esa cierta desazón respecto de la política, como forma de participación ciudadana en los asuntos públicos, se agudiza tras el desencanto que muchas de las medidas gubernamentales producían en la población. El proceso se precipita en la hiperinflación, la cual reactiva a nivel inconsciente el horror a la política. La hiperinflación resignificaba el horror del genocidio, por la vulnerabilidad a la que exponía a los sujetos. Con ello la destrucción de vínculos se agudizaba y la memoria denegaba , otra vez, lo pasado y en particular la muerte. 

El tercer acto de la tragedia se consuma al comienzo de los ’90 cuando figuras salvíficas se ofrecen y establecen medidas que prometen el ingreso al paraíso del primer mundo, promesa que conlleva arrancarse de la amenaza de muerte a la que los dos actos anteriores exponían a los sujetos. La figura y su entorno constituían un conjunto de «hombres clave» ligados al establishment internacional que venían a redefinir la política y a destituir lo social complementando el proceso iniciado en 1976. El proceso que se iniciaba en los ’90 ha sido caracterizado como «neodecisionismo» y venía a reconfigurar la política y a resemantizar la historia sobre la base de la construcción del consenso por apatía . El «neodecisionismo» está basado en un reforzamiento de poderes presidenciales, a partir de la transición de regímenes autoritarios a democráticos y del centralismo estatal al mercado libre.

La constitución de facultades discrecionales por parte del Ejecutivo es sostenida por líderes con tradición popular. La legitimidad de los actos de gobierno se basa en la respuesta a la demanda de decisión eficaz y el apoyo popular emerge como una especie de «consenso difuso» o por «apatía», tal como Huntington reclamaba en los ‘70, todo ello en el marco de la democracia y el sufragio. La nueva estrategia de reducción de «lo social» se centró en el poder simbólico del líder portador de una «promesa de salvación» y en una elite «eficiente» quienes reemplazaron, sin que esto fuese visible, a los valores contractualistas y parlamentaristas, a la activa participación ciudadana y a la diferenciación entre esferas pública y privada. En lo jurídico opuso la excepción ante la urgencia y la fuerza de lo fáctico a la impersonal ley universal. Ello vino a conciliar de modo subrepticio un balance entre dos lógicas contradictorias: «legitimación» y «represión» (Bosoer y Leiras, 1999).

El neodecisionismo fue una estrategia política para los países que podían presentar renuencias a las transformaciones estructurales lideradas por EEUU. Argentina, Perú y Rusia fueron tres de los países en los que el mismo fue experimentado.

El proceso de los ’90 sostenido políticamente en el neodecisionismo, confluyó con una ola mediática en la que paulatinamente la labor de la escuela y la comunicación familiar fue reemplazada por los medios masivos. En ellos figuras famosas exponían el lujo y las bellezas del poder, al tiempo que todo lo noble era descalificado . Entonces lo divertido, lo fácil, lo vano se constituyeron en los modelos a seguir. El proceso de «encanallecimiento cultural» de las poblaciones se complementó con el impulso al consumo de objetos, de tiempo e incluso de sujetos. Todo se transformó en mercancía, incluso los lazos amorosos. El otro dejó de ser un fin para constituirse en medio para obtener fines. Al compás del nuevo carnaval el imperativo categórico caía estrepitosamente al mismo tiempo que los ciudadanos delegaban en otros «que saben» la responsabilidad en la participación política, consensuaban sin saberlo el neodecisionismo.

Aquí la familia estalló en sus viejos roles, aunque persiste imaginariamente como lugar de refugio. Esta contradicción entre la familia imaginada y la efectiva genera conflictos inexplicables para los sujetos.

Sin embargo, este tercer acto de la tragedia (toda tragedia clásica tiene tres actos) tenía otra cara obscura. Las privatizaciones y el avance tecnológico dejaban al Estado nación sin recursos estratégicos al tiempo que la desocupación laboral y precarización expulsaban del mercado de trabajo a la mitad de la población activa de Argentina. 

Denegación de la muerte y constitución de una subjetividad trágica.

Así esta tragedia en tres actos obscureció la memoria, denegó la historia y la muerte que la habita y constituyó el horizonte de posibilidad para naturalizar la flexibilidad de productos y procesos y sujetos. La denegación de la muerte se sostuvo en la ilusión del consumo voraz, que parecía no deja faltas, ni agujeros. El consumo, al cual alude el viejo Aristóteles (sin nombrarlo por supuesto) en La Política es un infinito que jamás se colma, pero que genera la ilusión de completud. La ilusión del consumo permitió, a muchas subjetividades eludir un sentimiento que más tarde, cuando el carnaval acabó, estalló con toda su fuerza. Ese sentimiento que parece predominar en los personajes que Luna de Avellaneda nos muestra, es la angustia. Ella devela que tras el vértigo de los cambios, se oculta la caducidad de todo, al tiempo que el peligro inminente de perderlo todo, enfrenta a los sujetos a un vacío que remite a la finitud, a la nada, a la muerte. A una muerte que, como vimos, fue denegada en tres tiempos históricos. La muerte denegada sostuvo el borramiento de la memoria histórica y la transformación del otro en un medio y con ello, operó el estallido de los lazos vinculares y la emergencia del desamparo subjetivo.

Esta muerte, este límite, esta finitud denegada, sin embargo retorna de modo inevitable. Ella coloca a los sujetos en contradicciones trágicas. Es posible que la condición de lo trágico radique en situaciones en las que un sujeto se encuentra ante dos imperativos opuestos, y sea cual sea su decisión perciba de algún modo que ello lo llevará a ser condenado. En nuestros sujetos hoy en Buenos Aires, habitan varias contradicciones trágicas que pueden sintetizarse en el hecho de que para ser se les exige por un lado el consumo y renovación incesante y el por otro deben asumir de modo creciente la presencia de la carencia.

La consecuencia de estas contradicciones trágicas se expresa en la creciente angustia que se manifiesta en una profunda recaída en la inmediatez que implica por un lado eliminación de la memoria histórica y de la posibilidad de proyectarse hacia el futuro y por el otro, la desestructuración de los lazos sociales. Ensimismamiento de los sujetos.

Ello comporta ineludiblemente un decaimiento de los ideales, un achicamiento de la brecha entre el ideal del yo y el yo real, efecto de la recaída en la inmediatez, de un apego ciego a lo dado.

Lo recaída en la inmediatez influye a menudo en una disminución de la capacidad de abstracción. Esto, desde lo cognitivo, se expresa en un lenguaje apegado a lo concreto, en respuestas en las que los conceptos generales son reemplazados por ejemplos singulares o por imágenes; la disminución de la capacidad de abstracción no se expresa sólo como menor rendimiento cognitivo, sino también como dificultad para imaginar y plantear alternativas a lo dado. También en la caída de la ley universal y su reemplazo por fidelidades interesadas. Esta recaída en la inmediatez, que borra vínculos con la memoria y con los otros, genera la sensación de que el mundo es algo inexplicable e ingobernable. Aunque esta sensación es diferente según la zona social a la que se pertenezca. Cuanto mayor es la expulsión del orden social (no sólo por razones económicas, sino también por falta de participación en actividades colectivas) mayor parece ser el sentimiento de indefensión e incomprensión. Al mismo tiempo esa recaída en la inmediatez se expresa sobre todo en un sentimiento de desapego, de desapasionamiento. La pasión sincera es peligrosa en un mundo donde todo es mercancía y donde el sujeto debe renovarse constantemente. De ese modo junto al desapego surge el tedio . El tiempo libre, o el del estudio no implican búsqueda, curiosidad o creación, sino vacío. La ocupación del tiempo debe tener una aplicación inmediata, visible, útil.

Cuando la violencia estalla en los cuerpos.

Ahora bien, esta condición trágica, hija de una muerte denegada, pero agudizada pues ahora la muerte deja de ser una representación de ajenidad, para presentarse como algo que inevitablemente puede ocurrirle a cada uno de nosotros, sortea la posibilidad de ponerse en palabras y emerge como violencia. Una violencia sorda, silenciosa e inesperada, que agazapada salta contra sí o contra los otros cuando menos se lo espera. 

En realidad, ello es acorde con el hecho de que el mundo aparece como un sin sentido, como algo ingobernable e incomprensible, pues nada hay que me contenga, o peor aún, nadie hay que me necesite por mí mismo. Así la nada de la existencia se resuelve a menudo en violencia como modo de autoafirmación, de autodonación de sentido frente al vértigo innovador. Violencia que no es privativa de los pobres, sino que se expresa en todos los sectores sociales de modo físico o simbólicoEste modo de autoafirmación, a menudo de modo paradojal, se expresa como intento de la propia muerte. Los aumentos de índices de suicidio y toxicomanías se cuentan entre ellos. Giros discursivos que nombran la muerte son particularmente apreciables entre los más jóvenes. Entre ellos el deseo de muerte tal vez podría leerse, como en diversas culturas, como un retorno al seno materno, a la paz de la madre tierra. El embarazo precoz, tan frecuente, también puede leerse en esta clave: el hijo es un modo de autoafirmarse en un mundo donde la muerte y el sinsentido quitan a los sujetos la posibilidad de proyectos colectivos. El hijo es un modo de ser en el mundo, a menudo el único proyecto propio posible. 

La condición trágica que desgarra a la subjetividad argentina deniega la realidad como proceso social objetivo, en tanto ello conlleva a la muerte, ya no como representación de ajenidad, sino como una presencia inevitable. Con ello se produce la proyección en los otros de la propia angustia, proyección que se transforma en la culpabilización moral del otro, o en el racismo más despiadado Esto genera conflictos familiares, grupales e intrapersonales. Conflictos agravados por la fragmentación social que ha construido códigos comunicacionales diversos.

Así en la primera escena de «Luna de Avellaneda«, los códigos de la mirada y los de palabra tenían cierta afinidad que permitían la comunicación. En las escenas del mundo actual la comunicación es cada vez más una ficción. La caída de la ley universal va acompañada del derrumbe de códigos comunes y, con ello, los diálogos suelen ser un conjunto de monólogos, simplemente porque no hay modos compartidos de ver y hablar acerca del mundo. El conflicto, incapaz de ser puesto en palabras se proyecta y reifica en otros: el joven y el pobre. Ellos son los depositarios de una angustia ligada al peligro de muerte denegada. Ellos pasan a encarnar el peligro de muerte no reconocido.

Al mismo tiempo, los procesos y la participación política de los ciudadanos a través de las instituciones de la república es desvalorizada y cosificada en la figura del «político» que aparece como responsable individual de la tragedia. El proceso se pierde de vista y la realidad se ve como incomprensible e ingobernable. La desconfianza mutua acorrala a los sujetos en un contexto de lazos sociales destituidos. Entonces se le reclama a «los políticos» (como si ellos constituyesen una «clase») la mano dura, la baja en la edad de imputabilidad. Todo ello teñido de un manto de «apoliticidad». Formidable paradoja construida en una tragedia: se reclama a los «políticos» de manera «apolítica» que utilicen en democracia mano dura contra aquellos en los que se reifica la propia angustia.

Aquellos otros, son en general el prójimo, un joven o un pobre expulsados del mercado de trabajo de modo involuntario.

Final abierto: ¿Cómo hacemos para refundarnos? 

A pesar de todo, en los sujetos, la esperanza renace empecinadamente, así en la escena previa a los títulos finales de «Luna de Avellaneda» el protagonista, un hombre honesto, inteligente, valiente y luchador, encuentra su viejo carnet de afiliación al club y pregunta :

¿»Cómo hacemos para fundar un nuevo club»?.

La analogía es sencilla: ¿cómo hacemos para refundarnos como país?, ¿cómo hacemos para refundar nuestros viejos lazos amorosos?, ¿cómo hacemos para reconstituir la Ley equitativa? . Entonces el alma del espectador se inflama de emoción. Final abierto…

Sin embargo, aquí no termina «Luna de Avellaneda«. El verdadero final acontece cuando en medio de los títulos que cierran el film, una de las protagonistas apela a un truco desleal para «devolver» a su ex marido los malos tratos de los que la había hecho objeto.

Algunos espectadores se ríen, otros aplauden. La venganza fue ejecutada. Sin embargo me pregunto…¿qué significa este «sintagma de cierre»?. ¿Qué construye en nosotros esta escena casi fuera de la película, que se derrama hacia el mundo real en medio de las luces que empiezan a encenderse?. ¿Acaso no sanciona otra vez la desconfianza mutua, la caída de la ley, de la verdadera y profunda ley?. ¿Acaso no nos viene a decir de modo ambivalente que la única salida es la salvación individual, revestida del marco de la autonomía de los sujetos, de la liberación femenina, o de tantos otros derechos humanos maltratados y utilizados para construir la fragmentación de » lo social»?. 

Este final fuera del final permite hacer la vieja katarsis, pero sin quererlos nos confirma en el consenso por apatía, sostenido en nuestro dolor y olvido de la historia y de la ley. Estas páginas tienen también un final abierto, el final retoma la pregunta : 

¿cómo hacemos para reconstruir, la memoria histórica, los lazos sociales y una ley que nos comprenda y respete en nuestra alteridad. ¿Cómo hacemos para reconstruir el amor?. 

Sin él no hay sino desamparo.

Notas

(*) La Lic. Murillo, es psicóloga (UBA) y profesora en Filosofía (U.B.A). Magister en Política y Gestión de la Ciencia y la Tecnología (Especialidad en Política Científica, U.B.A). Profesora Titular del Seminario de investigación «Cuestión social, gubernamentalidad y construcción de subjetividad» en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Es Coordinadora de un equipo de formación de jóvenes en investigación y publicaciones en el área de Ciencias Sociales. Tema de trabajo durante el año 2004: «Estrategias discursivas de dominación: del par ‘normal- patológico’ al paradigma inclusión- exclusión».

Algunas publicaciones: «La criminología del siglo XXI en América latina. Parte Segunda». En colaboración con Carlos Elbert et al (Coordinadores). Editorial Rubinzal- Culzoni, Editores, Santa Fe Enero de 2002. «Sujetos a la Incertidumbre. Transformaciones sociales y construcción de subjetividad en la Buenos Aires actual». Coordinadora, Centro Cultural de la Cooperación Ediciones del Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos, Buenos Aires, 2003 y como co- autora y compiladora, de «CONTRATIEMPOS, Espacios, subjetividades y proyectos en Buenos Aires», Centro Cultural de la Cooperación Ediciones del Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos, Buenos Aires, Junio, 2005.

Para comunicarse con la autora: smurillo@feedback.net.ar

Este artículo fue publicado en el nº 83 de Perspectivas Sistémicas ( Septiembre/ Octubre, 2004).

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