Camila, segunda hija de Carlos y Carolina, fue sometida a abusos sexuales por su padre, ininterrumpidamente entre los 6 y los 16 años. Se trata de la modalidad más grave de abuso sexual, tanto por la precocidad del inicio y por la duración, como por la intensidad del mismo, que incluía relaciones genitales completas. El daño psicológico, por tanto, fue muy importante, partiendo de una triangulación complementaria, en la que Camila fue engañosamente promovida a la condición de «pseudocónyuge».
El maltrato psicológico fue, pues, triangulador, comportando una serie de componentes que distorsionaron la vida de Camila durante un largo y trascendental período. Desde el principio, ella experimentó con una extraña ambivalencia el halago y la seducción con que su padre la trató, puesto que la relación privilegiada que, en algunos aspectos, comportaba, no compensaba la pesada amenaza que le acompañaba («nunca le debes contar esto a nadie, so pena de gravísimas consecuencias para ti y para toda la familia»), así como la pérdida del acceso fluido a su madre, Carolina, que, aun no sabiendo conscientemente lo que pasaba, intuía en Camila más a una rival que a una hija. Además, la relación con sus hermanos se vio también afectada negativamente, puesto que ellos no entendían la atmósfera enrarecida que rodeaba a Camila y la interpretaban como manipulatoria por parte de la chica.
Por eso, cuando, a los 16 años, Camila rompió el juego y anunció que se marchaba de casa, su madre y sus hermanos hicieron causa común con su padre, acusándola de caprichosa e irresponsable. Años más tarde, Carolina diría que, aunque su hija le reveló lo que estaba pasando antes de irse, ella pensó «que sólo se trataba de algunos tocamientos menores».
Es una circunstancia gravísima, que se produce a menudo cuando las chicas ponen fin al abuso, generalmente en la adolescencia, y que las coloca en situación de alto riesgo. Tras cobrar conciencia plena de la estafa relacional a que han estado sometidas, se hunden en la autodesvalorización y se sienten abandonadas por todos. No es raro que, sumergidas en una vorágine caótica, incurran en conductas altamente autodestructivas.
Camila no fue una excepción. Anduvo perdida entre traficantes y otros delincuentes, con uno de los cuales se emparejó de forma tan precipitada como precaria. Y de esa relación tuvo tres hijos sucesivos, una niña, Rosa, y dos niños, Alberto y Martín, con los cuales se sumió en un proceso de degradación y deterioro sociales. Pero entre el alcohol, las drogas y los malos tratos que recibía de su pareja, Camila tuvo la idea de recurrir a los únicos de los que intuía poder obtener ayuda: sus padres. Y la obtuvo. Fue una ayuda envenenada para ella, pero eficaz para sus hijos, que tuvieron en los abuelos a unas buenas figuras parentales, cuidadosos y protectores.
Pero, paradójicamente, ello supuso un aumento de la degradación de la imagen familiar de Camila, que apareció ante todos como una irresponsable promíscua, capaz de arrastrar a sus hijos a sus caprichos autodestructivos, de donde los abuelos los rescataban gracias a su amorosa abnegación. Carlos y Carolina suspiraban y subían las cejas resignadamente, comunicando a todos la sensación de que con Camila no había nada que hacer, aunque, ¡ay!, ellos estaban dispuestos a cualquier sacrificio por salvar a los niños.
Carlos dirigía una empresa familiar en la que irían trabajando todos sus hijos menos, naturalmente, Camila. Así es como los hermanos de ésta, Felipe, Rodrigo, Magdalena, Ignacio y Roberto, participaron sin proponérselo del entramado de complicidades que confirmaban la descalificación y el descrédito de Camila, «esa loca mimada en la que no se podía confiar». Con el paso del tiempo, los hijos de ésta también recibirían propuestas de incorporación futura a la red que excluía y marginaba a su madre. Todos estaban interesados en hacer verosímil la historia de la irresponsabilidad de Camila. Los padres para combatir los sentimientos de culpa que evocaban los recuerdos del abuso e incluso para borrar su misma evidencia, y los hermanos para justificar su privilegio frente a la marginación de la excluída. Incluso a Rosa, Alberto y Martin les resultaba tranquilizador creer en la insolvencia injustificable de su madre, que les permitía gozar con los abuelos de unas ventajas materiales que ella no los podía dar.
Así las cosas, ocurrió que Camila, tras haber tocado fondo, inició un lento remonte en su vida. Conoció a Fernando, un buen hombre que, muy enamorado, le ofreció la posibilidad de crear una familia estable, a la que Camila aportó lo único que para ella conducía a la estabilidad: más hijos. Nacieron Javier y Fernandito, que unidos a Tamaris, fruto de un anterior matrimonio de Fernando, completaron un panorama tan novedoso como comprometido. Por una parte, no había duda de que, por primera vez, Camila vislumbraba la posibilidad de ser reconocida como mujer capaz y responsable, al frente de una familia respetada. Tanto que se atrevió a denunciar a su padre en un centro de atención al menor, alegando que existía peligro de que les hiciera a sus hijos lo que le había hecho a ella. Ello bastó para que los tres chicos mayores regresaran junto a su madre, aunque de mal talante y sin comprender por qué debían renunciar a las comodidades que disfrutaban con sus abuelos. Por otra parte, lo arduo de la tarea ponía de manifiesto sus limitaciones: sencillamente no se sentía con fuerzas de sacar adelante una familia tan compleja. Fernando trabajaba jornadas interminables como agente de seguridad, mientras ella debía bregar con la sobrecarga que suponían los pequeños y con la permanente descalificación a que la sometían los mayores: «Tú, que nos abandonaste para darte la gran vida, ahora tienes la cara de sacarnos de casa de los abuelos alegando que son un peligro.¡Tú sí que eres una embustera peligrosa!» Y Camila se sumió en la depresión.
Fue entonces cuando empezó una terapia familiar, que, en una primera etapa, se propuso consolidar el nuevo papel de Camila como esposa y madre en su familia creada. Fernando colaboró plenamente, y Rosa, Alberto y Martín se calmaron lo suficiente como para empezar a poder escuchar a su madre. Seguían sin entender el alcance del daño que ésta había sufrido en su infancia, siendo ellos también niños damnificados por una historia tormentosa, pero, al menos, le concedieron el beneficio de la duda: sí, ella los quería y, a su manera, buscaba lo mejor para ellos. Comprendieron que no podían regresar con los abuelos, pero se resistían a vivir en unas condiciones que, obviamente, no eran las adecuadas. Aceptaron de buen grado ir a una residencia que ofrecieron los servicios sociales y, durante los fines de semana que pasaban con Camila, ésta empezó a experimentar, por primera vez en su existencia, la sensación de tener una familia bien avenida por la que valía la pena esforzarse. Sobre todo Rosa, de 17 años, y Martín, de 12, se mostraron tranquilos y cariñosos con sus hermanos, así como razonablemente respetuosos con Fernando. Pero con Alberto hubo más problemas, ya que la turbulencia adolescente de sus 14 años se reforzaba por el hecho de ser el más consentido por los abuelos, quienes habían alentado en él fantasías de una pronta incorporación a la empresa familiar. La depresión de Camila había desaparecido, pero lo inestable de la situación exigía nuevos planteamientos.
Por eso el terapeuta le propuso a Camila abrir otro capítulo: «Usted es una mujer formidable, que ha sacado fuerzas de flaqueza hasta conseguir lo que nadie habría imaginado hace unos años: crear una hermosa familia y organizar bien el presente. El problema es que el pasado es tan atroz que se le cuela por las rendijas, amenazando con arruinar en cualquier momento lo construido. Lo que yo le ofrezco es que, ahora, focalicemos el pasado y nos centremos en su familia de origen, sus padres y sus hermanos principalmente, para que usted pueda obtener la reparación que merece y necesita. Esa es una condición necesaria también para que su relación con sus hijos, y muy especialmente con Alberto, se clarifique y se estabilice definitivamente. Pero, para eso, tiene usted que traerme a sus padres.»
Y los trajo. No le costó mucho porque Carlos temía el escándalo e incluso las posibles consecuencias legales, y Carolina seguía a su marido incondicionalmente. Así que Camila se presentó con ambos a la sesión, así como con Rosa, a la que había escogido en calidad de hija mayor para que la acompañara y fuera testigo de todo lo que se hablara. Y el padre protagonizó una actuación memorable, en la que reconoció todas sus culpas: «No sólo la sometí a unos abusos espantosos, sino, lo que es peor, luego he permitido que fuera ella la que apareciera como culpable de los fracasos de su vida. No puedo pedir perdón porque no lo merezco.» La madre afirmaba no haberse dado cuenta de nada y su marido, caballerosamente, refrendaba su inocencia: «Yo soy el único culpable». No obstante, Carolina mantenía un tono crítico con su hija: «Yo no sabía nada, y el hecho de que hayas sufrido por lo que te hiciera tu padre no justifica que no me hayas dicho nada a mí. Tú no te portaste bien, ni conmigo ni con tus hijos».
Pero, a esas alturas, ni Camila ni el terapeuta iban a permitir que se perpetraran nuevas mistificaciones. Así que se rechazaron tajantemente las acusaciones y se planteó la necesidad de una asamblea familiar que aclarase definitivamente las cosas y que restaurase el prestigio de Camila. Ella debía elegir las personas que asistirían, y así lo hizo: sus hermanos con las parejas y dos tías maternas como representantes de la familia extensa, así como Rosa en representación de sus hijos.
La sesión se celebró con la asistencia de 15 personas, y el padre se reiteró en su autoacusación. Con voz firme y gesto digno, explicitó que había cometido los peores abusos sexuales con su hija y que luego había permitido que se la acusara de irresponsable, sin aclarar nunca hasta ese momento que tenía razones de peso para andar perdida en la vida. La madre, que insistía en que ella no sabía nada («…bueno, todo lo más me imaginaba que podía haber habido unos tocamientos menores…»), se mostró compungida, llorando desconsoladamente y reprochando a su marido que hubiera podido hacerle una cosa así a su hija. Las cuñadas fueron muy duras con Carlos, insistiendo en que Camila ahora era otra persona ante sus ojos. Pero los que desempeñaron un papel decisivo, que no cesaría de aumentar en importancia desde ese momento, fueron los hermanos.
Felipe, el mayor, era un caso especial, porque tenía una larga historia de consumo de drogas y era un hombre sumamente reservado, que no pronunció una palabra durante toda la sesión. Pero Rodrigo, el tercero, lideró un proceso reparador admirable. Cuando tomó la palabra, empezó reconociendo su parte de responsabilidad en la marginación a que todos habían sometido a Camila: «Debimos habernos dado cuenta, pero no quisimos ver. Algo intuíamos, pero cerramos los ojos por comodidad, por que se vivía mejor en la ignorancia. Era más fácil acusar a una hermana de irresponsable, mientras se debatía en la tormenta de su vida y nos iba trayendo hijos a casa para que se los cuidáramos, que aceptar que lo que estaba podrido eran los cimientos de la familia, que el culpable de todo era nuestro padre y que el crimen se había prolongado durante años bajo la mirada de nuestra madre y … de todos nosotros. Nada volverá a ser igual a partir de hoy. Le debemos a Camila algo muy grande, muy importante …»
Magdalena lloró mucho, pero, a diferencia del llanto de la madre, el suyo expresaba una conmoción sincera y un nítido arrepentimiento, ya que ella había sido, de entre los hermanos, la que más había criticado a Camila. Ignacio y Roberto, de 22 y 20 años, eran mucho menores que sus hermanos y ni siquiera recordaban el momento de la salida de casa de Camila. Para ellos, su hermana había sido siempre una extraña lejana e imprevisible, que incluso se había inventado un riesgo de abuso sexual de ellos para con Rosa como motivo urgente para recuperar a sus hijos. Estaban conmovidos, pero necesitaban más tiempo para elaborar la nueva situación.
En definitiva, la sesión de esclarecimiento fue todo un éxito, y el terapeuta así lo señaló, insistiendo en que el proceso de reparación no había hecho sino empezar. Destacó que la reacción de todos era un indicativo de la calidad humana de la familia. «Usted, Carlos, le ha hecho muchísimo daño a Camila, pero ella es ahora una mujer fuerte, hermosa y capaz, que está tomando definitivamente el control de su vida. En esa fuerza suya, en esa capacidad de resistir y de recuperarse, seguramente hay también algo bueno de usted. En cualquier caso, yo querría contar con todos para continuar y concluir esta terapia, que acabe propiciando una situación justa y reparadora para Camila y para sus hijos.»
La intención del terapeuta era seguir trabajando con los padres, con la idea de generar un proceso de reconciliación … sólo en la medida en que Camila lo quisiese. Sustenta esta opción la evidencia de que una persona abusada o maltratada por sus padres sigue siendo su hija, por lo que, en cierta medida, siempre llevará dentro a sus maltratadores. Todo lo que pueda avanzarse en el sentido de la comprensión y, si es posible, del perdón y de la reconciliación, será una ayuda para aligerarle la carga. Dicho con otras palabras, es más llevadero sentirse hija de unos padres que la maltrataron por sus propios problemas, al fin y al cabo humanos, que de unos monstruos incomprensiblemente satánicos.
La terapia continuó, pues, y en las sesiones que siguieron se pudo trabajar con unos padres que mostraron sombras y luces, y cuya colaboración permitió reconstruir sus historias. Carlos había perdido a su padre siendo un niño, y su madre se volvió a casar con un hombre que nunca la hizo feliz. Los dos hicieron su vida, recordando Carlos haber descubierto a su madre en la cama con un amante, mientras las infidelidades de su padrastro eran igualmente notorias. En un contexto abandónico, él se forjó una personalidad muy independiente y luchadora, abandonando pronto los estudios para trabajar con gran denuedo. Por su parte, Carolina era huérfana de padre y madre, y su infancia transcurrió en un internado, vigilada de lejos por sus dos hermanas mayores, de las que dependía hasta en los menores detalles. Cuando, a los 17 años, Carlos y Carolina se conocieron, cayeron textualmente el uno en los brazos del otro, constituyendo desde entonces una pareja indisoluble, de extrema complementariedad. Él llevaba el timón y ella ponía flores en los jarrones.
A los 18 años estaban casados y tenían un primer hijo, cuando apenas habían tenido tiempo u ocasión de jugar como niños ni de retozar como adolescentes. Y con 19 años tuvieron a Camila. En ese contexto de prematuridad relacional, con Carlos jugando cada vez con más fuerza al superhombre y con Carolina entregada al rol de frágil muñequita dependiente, se produjo la pérdida de papeles. Felipe fue maltratado físicamente, porque era un mocoso llorón que no respetaba la necesidad de descanso de su padre, y Camila fue abusada sexualmente porque éste, todopoderoso, se merecía «el reposo del guerrero», y Carolina estaba demasiado agotada tras su segundo parto.
Carlos tuvo su momento más honesto cuando, hablando de todos estos temas, manifestó, entre lágrimas, un sincero arrepentimiento: «Nunca más pude fiarme de mí mismo. Siempre mantuve una distancia con mi otra hija, Magdalena, y, desde luego, con mi nieta Rosa, por miedo a volver a perder el control con ellas. Pero, en el fondo, siempre supe que no pasaría nada, porque lo mío con Camila fue una especie de enfermedad, una obsesión morbosa de muy difícil repetición. Yo sé ahora que he arruinado su vida y también la de toda mi familia …» En cuanto a Carolina, ella insistía en no haber ni imaginado que pudiera estar pasando algo semejante, y se mostraba muy enfadada con su marido. Durante unos días lo abandonó, marchando a vivir a una casa que tenían en la playa, a 200 kilómetros del domicilio familiar, y tuvo varios contactos con Camila que fueron bien acogidos por ésta y que parecieron marcar una nueva relación.
Sin embargo, este cambio tan espectacular de los padres no se mantuvo mucho tiempo. Pronto Carlos empezó a emitir mensajes de que la vida y la empresa familiar tenían que continuar, lo cual provocó en los hijos una reacción de intenso rechazo. Su carácter autoritario no le permitía mantener el perfil humilde que había mostrado durante la confesión. Ahora volvía a atrincherarse en el papel de gran hombre, pecador pero arrepentido, junto al que corría a posicionarse su esposa, demasiado dependiente para atreverse a afrontar una vida sin él.
Las sesiones de terapia con los hermanos, incluida Camila con todos los honores, e incorporados Ignacio y Roberto, generaron un ambiente de entusiasta apoyo a aquélla y de intensa crítica a los padres. Rodrigo se constituyó en líder de una auténtica revolución familiar: «¿Cómo puede ser que este señor siga pretendiendo actuar como si nada hubiese pasado? ¿Es que se cree que por haber reconocido lo que hizo, al fin y al cabo cuando no le ha quedado otro remedio, ya está todo resuelto?¿Y mamá? ¿Cómo se entiende que, después de su marcha, haya vuelto a vivir con él, diciendo que no lo perdona, pero que no lo puede dejar solo? Tenemos que hacer algo para que a Camila no le quede la menor duda de que sus sufrimientos son cosa del pasado.»
¡Y vaya si hicieron! Reunidos en consejo, los hermanos acordaron despojar a los padres de cualquier responsabilidad en la empresa familiar, concediéndoles un vitalicio digno que les permitiera vivir lejos, en la casa de la playa. Y todos se alinearon junto a Camila, ofreciéndole un lugar en la empresa y manifestando su solidariedad de diversas formas. Felipe cambió espectacularmente, hablando con libertad de los malos tratos que él mismo había sufrido y alineándose, junto a Camila, en el grupo de los damnificados. Rodrigo, en su condición de nuevo líder, organizó hábilmente la empresa, ayudando a que todos pudieran encontrar un lugar en ella. Magdalena se ofreció a ayudar a Camila haciéndose cargo de los hijos de ésta que lo necesitaran durante algún tiempo. Ignacio se unió a los hermanos mayores con el entusiasmo del converso y Roberto fue el único que decidió seguir manteniendo relación con los padres, aunque también se acercó a los hermanos y especialmente a Camila. En concreto, y aunque se trataba de un chico muy joven, organizó varias comidas en su casa a las que invitó a todos los hermanos, así como a Camila y su familia. Además, pudo resolver con ésta el equívoco de las acusaciones por abuso a Rosa, que, aún siendo infundadas, habían servido para que Camila recuperara a sus hijos. Roberto la comprendió y perdonó, aunque el asunto trajo para él algunas molestias judiciales.
Por último, Camila acabó de tomar el control de su vida: estudió unos cursos de formación profesional y se hizo trabajadora familiar, alternando esa ocupación con algunas colaboraciones en la empresa familiar. Al final de la terapia, Rosa, ya con 19 años, se fue a vivir independientemente, primero con unas amigas y luego con un chico. Era una muchacha que, en el fragor de los combates que la habían rodeado desde pequeña, había madurado con precocidad, y ahora se mostraba bastante estable. Ella había comprendido a su madre y había ayudado también a la estabilización de la familia. Martín no presentaba problemas, y vivía con su madre con buena adaptación. En cuanto a Alberto, fue el que más se resistió a aceptar la nueva situación, combinando su identificación con el abuelo con una actitud desafiante propia de su condición de adolescente. Sin embargo, su tía Magdalena se ocupó de él durante una temporada, hasta que disminuyó su conflictividad y pudo adaptarse a su madre y a su nueva familia.
El caso de Camila ilustra bien cómo una historia de maltrato puede infiltrarse en el tejido relacional de una familia a lo largo de varias generaciones. Los padres ya sufrieron las consecuencias de unas pautas de crianza inadecuadas, que los obligaron a afrontar la vida en circunstancias desventajosas. Así se entiende mejor su fracaso con sus hijos, y sobre todo con Felipe y Camila, a los que siguieron sometiendo a situaciones manifiestamente disfuncionales. La cadena del maltrato, a través de la patología adictiva de Felipe y de la conducta inadaptada y la depresión de Camila, amenazaba con transmitirse a los hijos de éstos, entrelazándolos en juegos perversos con las otras dos generaciones. Por suerte, la cadena del maltrato pudo ser interrumpida por una intervención terapéutica, que fue también preventiva de males ulteriores y rehabilitadora de las secuelas del pasado. Y la terapia liberó unos recursos que, con relativa autonomía de las intenciones iniciales del terapeuta, condujeron el proceso por cauces insospechados. El grupo de hermanos adquirió protagonismo, supliendo en su capacidad reparadora los límites de los padres. Tal es la lógica del ecosistema.
Bibliografía general del libro: «Las formas del abuso. La violencia física y psíquica en la familia y fuera de ella».
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Perrone, Reynaldo – «Violencia y abusos sexuales en la familia. Un abordaje sistémico y comunicacional» . Paidós, Barcelona, 1.997.
NOTAS
* Capítulo 6 «Un caso Ilustrativo: Abuso y Terapia Familiar» del libro recientemente publicado en España, «Las formas del abuso. La violencia física y psíquica en la familia y fuera de ella», de Juan Luis Linares, Ediciones Paidós Ibérica (2006). El capítulo anterior, capítulo 5: «Qué hacer frente al maltrato psicológico» se encuentra publicado en Perspectivas SistémicasNº 94/95 edición especial, año 2007
1 El Dr. Linares es psiquiatra y psicólogo, profesor titular de Psiquiatría de la Universitat Autónoma de Barcelona y director de la Unidad de Psicoterapia y de la Escuela de Terapia Familiar del Hospital de la Santa Cruz y San Pablo. Asesor Editorial de Perspectivas Sistémicas. En Paidós también ha publicado Identidad y narrativa, Tras la honorable fachada (con C. Campo), Del abuso y otros desmanes y Ser y Hacer en Terapia Sistémica (con M. R. Ceberio).