Hitler, artista creador y destructor*

La palabra artista desencadena automáticamente en nosotros cierto número de asociaciones positivas: el artista es aquel que enriquece nuestro universo, que inaugura una nueva forma de sensibilidad y se consume en el proceso de creación, lo que nos conduce casi siempre a una transfiguración de su personaje. En relación con esta tendencia, muy comprensible, lo que vamos a decir aquí corre el riesgo de parecer bastante extraño. En efecto, nosotros no tenemos la intención de subrayar lo que hay de noble y de grande en el artista sino por el contrario, ciertos aspectos destructivos que no es raro observar en él. No se trata de poner en duda lo que la humanidad debe a sus grandes artistas, sino simplemente, reconociendo el valor de su actividad creativa, mostrar el precio a menudo extremadamente elevado que deben pagar ellos mismos y hacen pagar a todos aquellos que entran en su órbita por esa actividad.

De la gravedad de este fenómeno, yo me he dado cuenta observando a las familias o a los allegados de los artistas –pacientes o personalidades del mundo literario– y he tenido que constatar que, en el plano humano, vivían un verdadero universo de catástrofe. Al mismo tiempo yo he advertido que, para superar sus propios conflictos interiores, frecuentemente habían recurrido a la explotación de otros. Y cuanto más profundicé en el análisis del carácter de Hitler, más me pareció que ilustraba esta dinámica de destrucción y de explotación psicológica que ya había visto en acto en otros artistas, a los cuales sin embargo –como eran netamente más simpáticos y más humanos que Hitler– se les perdonaba más fácilmente.

Es así como yo he concebido el plan de este capítulo.

¿Pero qué es lo que nos permite decir que Hitler era verdaderamente artista? Speer (1970) y otros autores nos informan que, hasta los últimos meses de su vida, Hitler mismo se consideraba como un artista aunque no pintara ni dibujara más desde hacía mucho tiempo. ¿Pero es ésta una razón suficiente para que nosotros lo consideremos como un artista y lo que es más, creador? Personalmente, yo creo que un cierto número de argumentos de peso se oponen a priori a tal toma de posición. Los principales argumentos son los siguientes:

Primero, la noción de creatividad está ligada en nuestro espíritu a un cierto número de valores morales y humanos como por ejemplo la compasión, la bondad, el humor, la indulgencia. Ahora bien, de acuerdo con todo lo que nosotros sabemos Hitler no poseía estos rasgos de carácter.

En segundo lugar, para hablar de creatividad artística, nosotros pedimos realizaciones efectivas y originalidad. Ahora bien, desde este punto de vista Hitler tampoco responde a los criterios requeridos. En efecto, si bien ha dejado centenares de cuadros y de dibujos, no hay nada en todo esto que llame nuestra atención y que presente un valor duradero. Finalmente, lo que sería el tercer argumento, aun si era de una u otra forma un creador, su creatividad estaba completamente eclipsada por su destructividad.

Sin embargo, un análisis más detenido muestra que estos argumentos no son absolutamente válidos. En lo que concierne al primero –referido a los valores morales y humanos del personaje– uno se puede preguntar si Hitler simplemente no poseía ninguno de estos valores o bien si él los escondía o los deformaba completamente; si no era más que un cínico oportunista que apelaba y obedecía a los instintos más bajos, o bien si obedecía también de buena fe a motivaciones mucho más nobles que expresaba en forma ejemplar a través de su propia persona. Por mi parte, optaría por la segunda hipótesis. En efecto, si bien no dudo de que Hitler haya sido un manipulador cínico y oportunista y que haya estado –como lo escribe el historiador Norman Rich– «íntimamente persuadido de que todo el mundo podía ser comprado y que haya tenido el conocimiento intuitivo del precio que había que pagar, sea éste en forma de paz, de poder, de status social, de dinero o simplemente de seguridad personal»1, tengo al mismo tiempo el sentimiento (y es la posición que defiendo en este libro) de que la fuerza de atracción magnética que ejercía sobre millones de hombres se apoyaba en último análisis en un fundamento moral por deformado y falseado que éste haya podido ser. En este punto, yo encuentro la confirmación de lo que afirmo en A. Koestler (1968) quien escribe: «Los daños que resultan de la violencia individual (…) son insignificantes en relación con las orgías de destrucción resultantes del abandono a las ideologías colectivas que trascienden al individuo»2. En una p alabra pienso que este hábil manipulador que fue Hitler era también un creyente que se excedía en su fe. En lo que se refiere al segundo argumento –sobre la originalidad– habría que definir, para comenzar, los criterios que permiten juzgarla. Sobre todo habría que definir la (o las) esfera(s) artística(s) en las cuales él ejercía su talento.

Ciertamente, no se puede hablar de originalidad en las esferas que él había elegido al comienzo –pintura y arquitectura. Inclusive si expertos confirmados han establecido desde entonces la prueba de su talento3 –refiriéndose por ejemplo a ciertos dibujos o acuarelas que datan de la primera guerra mundial– en conjunto no se puede decir que su producción de pintor o de arquitecto haya sido de una calidad extraordinaria.

Sin embargo, en lugar de atenernos a estos dibujos o a sus acuarelas, habría que examinar la creatividad artística de Hitler en una esfera en la que él se definió a sí mismo y para la cual no tenemos todavía denominación: un terreno en el que se encuentran por lo menos tres componentes que merecen el nombre de arte: el arte del ejercicio del poder en pequeña o gran escala, el arte de la mise en scène «politique» y el arte de la producción y la difusión de mitos. En la medida en que Hitler conjugó estas tres esferas adoptó la misma modalidad que su modelo, Wagner, que buscaba igualmente reunir en su obra de «arte total»4 tres ramas de la creación artística habitualmente separadas: la composición musical, el arte dramático y la puesta en escena.

Para triunfar en la política maquiavélica que llevaba a cabo, Hitler tenía que ser al mismo tiempo un poseído, un apasionado del poder y un frío calculador, técnico del poder. Era efectivamente las dos cosas. Para brillar en sus empresas de puesta en escena política tenía que tener éxito como orador tanto como actor.

Era efectivamente el caso (porque si creemos en el historiador A. Bullock (1962) fue de hecho «el más grande demagogo de la historia»)5. Por otra parte, él tenía un sentido casi infalible de la «coreografía «, de los movimientos de conjunto, de los rituales, de los emblemas y de los slogans eficaces. En este plano también era insuperable. Sea por la elección de la cruz gamada como emblema de Alemania, el dosaje de tensión sabiamente calculado a lo largo de un discurso en una cervecería, o la preparación de gigantescos congresos del partido en Nuremberg, su genio de la liturgia cautivante, de la manipulación de pasiones y del encantamiento hipnótico de las multitudes se manifestaba en todos lados. Finalmente, para imponerse como productor y difusor de mitos, tenía que ser capaz de poner en pie y de ofrecer al público una visión del mundo y una ideología a la vez simple, completa, convincente y correspondiente a las necesidades más profundas de las multitudes que lo seguían. En este plano también, así como lo demostró E. Jäckel, Hitler era inigualable.

Finalmente, en lo que se refiere al tercer argumento –según el cual la destructividad de Hitler eclipsaba por mucho su creatividad–, nos conduce a plantearnos la pregunta que es el meollo mismo de nuestro tema en este capítulo: cómo los esfuerzos de Hitler para resolver sus propios conflictos interiores pudieron conducirlo a su propia destrucción y a la de miles de hombres.

Notas

1 – N. Rich (1973) P. 36.

2 – A. Koestler (1968) P. 384. 

3 – W. Maser (1971) P. 57-66. 

4 – Ver cómo Kubizek y Fast evocan la pasión de Hitler por Wagner: Kubizek (1955), Fast (1973).

5 – A. Bullock (1962) P. 168.

* Del libro Adolfo Hitler, una perspectiva familiar, H. Stierlin, Nadir Editores, 1988.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *