Nota del editor: A pesar del tiempo transcurrido y de no tratarse de una democracia tan «incipiente «, luego de los tiempos menemistas y de hechos recientes como la tragedia de la discoteca República Cromañón, el análisis, la denuncia y la propuesta del Dr. Resnik mantienen plena vigencia. Por esto te aportamos lector/a, la versión completa de este artículo publicado en dos números de Perspectivas Sistémicas(2), para que reflexionemos, nos mantengamos alertas y usemos toda la fuerza de nuestro poder ciudadano, exigiendo, vigilando, protegiendo a nuestros hijos y a nosotros mismos y como expresa el autor, no pensando y actuando como si sólo fuese tarea del gobierno de turno (*).
Claudio Des Champs (2008)
Una de las preocupaciones más acuciantes de un incipiente régimen político democrático es la de su consolidación, esto es, de una instauración más o menos perdurable del sistema. La Argentina vive el tiempo de la eventual consolidación de su sistema democrático. Y, por ello, no estamos inmunes a la idea, a la preocupación relativa a nuestra consolidación democrática.
En ese orden de ideas debería tenerse presente que el sistema político, tal como sucede con cualquier aspecto de los sistemas producidos por las interacciones humanas, no sólo se constituyes —valga la paradoja— mediante acciones humanas. También contribuyen a constituir el sistema político las especiales percepciones que las personas tienen de esas acciones habitualmente consideradas políticas. A lo cual deben sumarse las peculiaridades que se desprenden de la utilización del lenguaje, una de las herramientas configurativas de ese mismo sistema político.
Dicho de otra manera, el sistema político se configura en variados niveles de interacción: las acciones realizadas, las actitudes asumidas, las percepciones que de dichas acciones y actitudes tienen los miembros de la sociedad política de que se trata y el lenguaje utilizado para instrumentar el quehacer político, para describirlo y valorarlo.
La corrupción nos acompaña
Parecería útil tener en cuenta que la posibilidad de la corrupción acompaña la vida del hombre desde siempre. La corrupción es una faceta posible de la vida humana. Si no existiese la posibilidad y la práctica de la corrupción, resultarían vanas, innecesarias, las normas morales. Sin mencionar a las jurídicas, que también cumplen su papel en estas cuestiones. La tensión entre la existencia de normas y la posibilidad de violarlas es constante. Es precisamente la existencia de normas lo que posibilita la ulterior existencia de violaciones a esas normas.
No parece encontrarse a la vista una reforma sustancial de las técnicas de control social, una reforma de envergadura tal que lleve a la supresión de normas regulatorias de la convivencia humana.
Excuso decir que hablar de corrupción presupone la validez u obligatoriedad de ciertas normas. Habitualmente quienes se refieren a la corrupción presuponen —no cuestionan— la validez de las normas que violarían los corruptos.
Paradójicamente, la existencia de la norma se legitima por la posibilidad cierta —con frecuencia concretada— de su violación. Una comunidad seráfica no requeriría de norma coercitiva alguna.
En última instancia, debe reconocerse que las normas de la conducta social expresan —son el resultado— una suerte de acuerdo sobre el modo de conducta aceptable en la interacción social.
La distinta actitud posible frente los actos de corrupción es uno de los rasgos que marca grandes diferencias entre las personalidades humanas. Mientras que unos —la mayoría— se alinean con los que repudian claramente los actos corruptos, otros —una minoría en relación con el total— aceptan mansamente y practican sin interrogantes desmedidos actos de corrupción; queda todavía otro grupo, el integrado por quienes dicen repudiar la corrupción, pero la practican de manera silenciosa o solapada.
Es natural que los observantes de la norma deban ser mayoría. En el momento en que se convirtieran en minoría dentro del conjunto social, las normas respectivas habrían caído en desuso.
Si una sociedad utilizaba una regla que condenaba la corrupción, pero la experiencia demuestra que la corrupción no es excepcional sino habitual —y además no se la castiga como está previsto—, ello significa que la norma condenatoria anterior ha sido reemplazada por una norma de distinto contenido. Esta norma nueva conlleva el efecto de autorizar los actos de corrupción. Cuando la corrupción es la regla, debería aceptarse, desde una punto de vista sistémico, que la corrupción se encuentra autorizada. Realizar actos de corrupción, pues, en esa sociedad reviste el carácter de permitido. En algunos contextos, en ciertos subsistemas sociales, el ejercicio de actos corruptos se convierta en un acto obligatorio.
El lícito interrogarse sobre cuánto tiempo debe transcurrir entre la generalización de los actos de corrupción y el final del respectivo sistema político que adopta esa curiosa peculiaridad.
QUE SE HACE CON LA CORRUPCIÓN
Cualquier actividad humana —aun aquellas que se encuentran más revestidas por el hálito del desinterés o el amor al prójimo— corre el riesgo de salpicarse con la corrupción, presunta o verdadera.
Pero lo más grave no es la salpicadura de la corrupción; lo más significativo consiste en saber:
a) qué hace, cómo reacciona, el sistema político frente a los actos de corrupción denunciados o presentidos;
b) qué hace, cómo reacciona, el sistema social colectivamente considerado como un conjunto de individuos en interacción, ante la corrupción denunciada o presentida.
La sensación —o percepción, como se dice ahora— dominante en la sociedad parece ser la de que el fenómeno no conoce límites, especialmente en sectores socialmente relevantes. Esta convicción tiene un efecto negativo para el funcionamiento del sistema. Está a un paso de convertirse en un anestésico que finalmente concluya con el desmoronamiento del régimen democrático.
Por supuesto, no lo digo yo. Lo dice, entre otros, Juan José Linz —sociólogo, político español, residente en los Estados Unidos— al elaborar un difundido modelo que intenta explicar el derrocamiento de regímenes (o sistemas) democráticos (en Crisis de las democracias, en la versión española).
De allí la relevancia de la cuestión. Que debe encararse y resolverse sobre bases realistas, no sólo morales.
Insisto en que, aunque importantes, dejo de lado las consideraciones exclusivamente morales, las cuales, en última instancia, remiten a la íntima conciencia de cada cual, y que obedece a parámetros personales y complejos procesos de aprendizaje social.
Me preocupa, en la instancia actual de nuestro país, el problema de la corrupción desde un punto de vista estrictamente realista, político, de interés primario y esencial en la preservación de las instituciones. Para decirlo en términos sistémicos, con el interés científico y cívico puesto en la preservación del sistema. Con el objeto de continuar buscando nuevas instancias del equilibrio inestable que caracterizan notoriamente al sistema político democrático (**).
Corrupción habrá en las cosas humanas durante mucho tiempo más, acaso hasta la consumación de los tiempos. Pretender terminar con la corrupción, de una vez y para siempre, nos acercaría al campo de las religiones reveladas o al terreno del fanatismo autoritario. Nada más lejos de nuestras intenciones.
La presencia de la corrupción no constituye un dato que variará de inmediato. Pero lo que sí puede mutar es la actitud de gobernantes y ciudadanos, nuestra actitud, hacia la corrupción. Lo que sí puede trocarse es la percepción que las personas tengan de los actos de corrupción, sin caer en la caza de brujas o en nuevas noches de San Bartolomé; sin pretender redimir a los corruptos pecadores ni someterlos a ordalías propias de la Edad Media.
En cambio, se mantendrá la sensación de que el combate contra la corrupción en la gestión de la cosa pública requerirá de gestos enérgicos y sinceros; no retórica, sino acciones contundentes, directas y claras, por supuesto que dentro de las normas constitucionales que sustentan nuestro ordenamiento jurídico. Y, por sobre todas las cosas, conductas ejemplares en los hombres públicos.
NO ES SOLO TAREA DEL GOBIERNO
Desde un enfoque sistémico, la ofensiva anticorrupción no puede significar una tarea que deba recaer necesaria y exclusivamente sobre los hombros de los funcionarios del poder.
Tampoco creo que todos debamos considerarnos corruptos. Y ni siquiera que nuestras responsabilidades sean matemáticamente iguales en esta cuestión.
Por el contrario, estoy razonablemente convencido de que la responsabilidad primordial, sí, debe recaer sobre las tres ramas del gobierno. Los tres poderes constitucionales deben comprometerse en esta puesta a punto de los mecanismos moralizadores.
Pero sí creo que buena parte del tejido social se muestra tolerante, complaciente o indiferente con los hechos de corrupción que se conocen o se sospechan. No se conocen demasiados particulares que promuevan querellas o denuncien presuntos casos de corrupción. Ni se plantea el tema a fondo en el Congreso Nacional, cuando en décadas anteriores era frecuente que esas cuestiones suscitaran agitados debates. Tampoco se conoce una intensa actividad de los integrantes del Ministerio Público en aras de esclarecer sospechas en este sentido, ni que demasiados jueces inicien actuaciones de oficio antes casos de presumible corrupción e innegable repercusión social.
Por momentos, parecería, que la parte visible de la sociedad también hubiese bajado colectivamente los brazos, hubiese cerrado voluntariamente los ojos, para impedirse actuar y ver y, quizás, con la finalidad de salvar alguna oculta culpa.
No he formulado las anteriores reflexiones con el acento exaltado del frenético ni con la ceguera del que se cree iluminado. Desde un punto de vista con aspiración científica, he tratado de considerar el tema de la corrupción como un indicador de riesgo para la persistencia del sistema democrático; como un indicador que puede constituirse finalmente en una válvula de seguridad del sistema sobre la cual reposa, en instancia final, la sobrecarga del sistema. Desde un punto de vista más tradicional de la psicología social acaso la corrupción se erija como una suerte de chivo emisario de la falta de efectividad y eficacia del sistema. Para decirlo con términos de la práctica clínica, probablemente la corrupción se convierta en algo así como el miembro «señalado» del sistema político, sobre el cual se puedan descargar todas las culpas —digamos las no efectividades y la ineficiencia— que el sistema se demuestra incapaz de resolver de manera más constructiva.
En términos sistémicos presumo que no podría ser posible atacar la corrupción con independencia de otros factores integrantes del sistema político. Con el mismo enfoque que venimos presuponiendo, la corrupción es efecto y causa de la manera en la cual funciona el sistema político: condiciones en las cuales nace el sistema y se desarrolla; manera y forma en las cuales el sistema político se adapta a las exigencias y demandas del ambiente social. La corrupción, real o presunta, pone de manifiesto de modo dramático, rasgos de inadecuación del sistema para mantener su equilibrio inestable.
En definitiva, apuntar a la existencia de rasgos de corrupción en el sistema no agota el tema del cuestionamiento social respecto del sistema político. Por el contrario, es indicador de malestar y puede llegar a ser el detonante del proceso de desestabilización del régimen político o el comienzo de la desintegración del sistema.
NOTAS
(*) Esta breve introducción no forma parte del trabajo original, es inédita y su autor es el Lic. Claudio Des Champs
(**) Lo cual no obsta a que mi modelo personal de hombre político se encuentre revestido de severas prendas morales, que pueden conducirlo, al sacrificio personal. En ese sentido, tal modelo de político republicano austero se encarna en el socialista Nicolás Repetto. No menos ejemplar resulta la conducta de Lisandro de la Torre, líder indiscutido de la democracia progresista. Manifiesto desde ya que la exigua nómina anterior no agota la nómina de políticos argentinos que encararon el trabajo cívico como un apostolado de renuncia a los bienes materiales.
(2) El Dr. Resnik es abogado; profesor adjunto regular de Teoría del Estado en la Facultad de derecho y Ciencia Sociales, Universidad de Buenos Aires; profesor adjunto regular de Ciencia Política, Ciclo Básico Común, universidad de Buenos Aires; profesor del doctorado en Derecho y Ciencias Sociales y del doctorado en Ciencia Política, Universidad de Belgrano.
Es investigador permanente del Instituto de investigaciones Jurídicas y Sociales Doctor Ambrosio L. Gioja, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires. Es autor de un análisis sobre El concepto de ciencia política (Propuestas para la elaboración de un paradigma), su tesis doctoral en FDCS, UBA. Actualmente dirige en el instituto citado una investigación sobre «EL porvenir de la democracia en la Argentina». Ha escrito numerosos trabajos sobre teoría política, historia política argentina, cooperativismo, educación y cooperativismo. Nació en Buenos Aires, en 1944.
(1) Este fragmento corresponde a un texto más extenso, La sensación de corrupción como indicador de inestabilidad política. (Un ensayo de enfoque sistémico implícito), que desarrolla el tema con mayor profundidad.
Este artículo fue publicado en los números 15 (Marzo-Abril 1991) y 17 (Julio – Agosto 1991) de Perspectivas Sistémicas