Hace casi quince años, mientras caminaba por una extensa playa vacía en Cancún, México, fuera de temporada, me encontré con un amigo y colega que también estaba de vacaciones en ese país. Fue un encuentro totalmente fortuito, una casualidad que nos sorprendió y alegró mucho, ya que a pesar de haber sido muy buenos amigos no nos habíamos visto en los últimos años. El vivía —como lo había hecho durante toda su vida— en un país que en los últimos cinco años había estado bajo un régimen de terror de Estado, sometido a un sistema extremadamente violento y represivo que incluía el control total de los medios de comunicación, las detenciones arbitrarias, la tortura y las desapariciones.
Comenzamos a caminar juntos por esa playa desierta, recapitulando nuestras respectivas vidas y milagros. En un momento dado le pregunté:
«-¿De qué manera sentís presente en tu vida la violencia política, los escuadrones de la muerte?». Mirando rápidamente por encima de su hombro derecho y luego por el izquierdo, mi amigo me lanzó una mirada mezcla de sorpresa y reprobación, y me dijo en voz baja:
«- Sería mejor que no habláramos de eso ahora».
Yo, sorprendido por su proceder, le dije:
«- ¡Vamos, mirá a tu alrededor, mirá donde estamos!».
Con fastidio respondió: «Después, ahora no».
Para mí estaba claro que el contexto en el que la conversación tenía lugar no era peligroso en absoluto —no había testigos, estábamos lejos de todo oído, y además, nuestro encuentro se había desarrollado en un país democrático. También me resultaba claro que las respuestas de mi amigo eran la evidencia de una «realidad portátil» (feliz término acuñado por el terapeuta familiar Donald A. Bloch). Realidad que contradecía todo lo que yo consideraba cierto y en la cual los temas sensibles que yo había tocado eran percibidos por él como demasiado peligrosos para ser discutidos.
Pocos años más tarde, durante un congreso profesional que tuvo lugar en la Argentina pocos meses después de la elección de primer gobierno civil que siguió a los diez años de dictadura militar, presenté una ponencia plenaria que incluía fragmentos de una entrevista grabada con una familia que tenía miembros desaparecidos (1).
En el período de preguntas y respuestas que siguió a la presentación, los comentarios se centraron abrumadoramente en lo que parece haber sido una reacción colectiva frente a mi material. Al principio la reacción tomó forma de una reacción extrema de alarma («¡Eso es peligroso! ¡La policía llegará en cualquier momento!»). Esa respuesta inicial fue seguida por el descubrimiento de que las cosas eran diferentes, un despertar de la experiencia de libertad, y un profundo júbilo mezclado con tristeza.
Había sido, de acuerdo con la voz colectiva, una experiencia liberadora y correctiva.
Varios años después de este episodio, en 1990, tuve el privilegio de pronunciar el discurso inaugural en un congreso de terapia familiar en Chile, congreso que coincidía con el retorno del país a la democracia.
Durante el discurso utilicé palabras duras para hablar del anterior régimen militar represivo (me referí a ellos, creo, como «gorilas con ametralladoras»). En el intervalo que tuvo lugar después de la ceremonia de apertura, dos miembros de la audiencia se dirigieron a mí y, luego de alabar gentilmente mi discurso, se quejaron de que haya utilizado esos epítetos, ya que era importante, dijeron, que yo hablara a todos los miembros de la audiencia, incluyendo a aquellos que había apoyado al régimen militar anterior. «Los líderes del régimen anterior también son seres humanos«, sostuvieron, «y en este momento estamos en un período de ‘reconciliación nacional’».
Los regímenes políticos represivos —y en menor grado, todos los regímenes políticos— utilizan de manera preferencial ciertos términos oficiales y códigos para reforzar su ideología. Al mismo tiempo, estos regímenes desalientan, o simplemente proscriben, el uso público de ciertas frases.
Los gobiernos represivos instrumentan este proceso a través del castigo de quienes utilizan frases o temas prohibidos, y mediante el uso selectivo de esas mismas palabras y temas por parte del propio gobierno, pero inmersos en contextos semánticos amenazadores. Además quienes detentan el poder emplean activamente una serie de frases oficiales que no sólo recuerdan la proscripción mencionada más arriba sino que establecen una versión de los hechos aprobada por la autoridad.
Así, en los documentos y decretos de un gobierno autocrático, el uso oficial del término «costo social», que se refiere al impacto negativo de una política en el bienestar de la gente, no solo genera un contexto de justificación para esa medida sino que también sirve para recordar que el gobierno no aceptará descripciones alternativas. Por ejemplo, congelar los salarios y aumentar el precio de la canasta familiar en un cincuenta por ciento tendrá un «costo social» que el gobierno considera aceptable, sin tomar en cuenta el sufrimiento que esos actos infligen a la mayoría de la población. Una descripción alternativa, que reconociera la posibilidad de que miles de niños corren el riesgo de morir de desnutrición como resultado de estas medidas, no sería reconocida como válida, además de acarrear serios riesgos para quien la plantee.
«La solución final a la cuestión judía», expresión de siniestra raigambre Nazi, pertenece a esta clase de terminología. Las personas que viven en entornos políticos represivos aprenden a no discutir ciertos conceptos y a no mencionar ciertas palabras en público. En muchos casos, esa proscripción se extiende a sus vidas privadas, ya que esas personas eligen no utilizar tales palabras incluso en sus hogares. esta represión de la palabras y temas políticamente sensibles tiene consecuencias complejas.
Excluye del dominio del discurso —y, por extensión, del dominio de la percepción personal— los conceptos o hechos nombrados por esas palabras, generando así zonas ciegas que, si bien restringen de hecho la vida, también pueden servir para hacerla más tolerable (2). El argumento de post-guerra de los «alemanes buenos» que decían que «no sabían» de la tortura o del genocidio, aún cuando ellos y sus familias podían haber vivido durante años a muy poca distancia de un campo de concentración, constituye un ejemplo claro del proceso por el cual los hechos que no pueden describirse están destinados a desaparecer en nuestro campo conceptual.
Merece subrayarse que, aún en países con gobiernos muy represivos´, siempre existe un conjunto «underground» de «conservadores de las palabras prohibidas» —quienes, desafiando la proscripción en compañía de sus amigos más confiables o en la intimidad de sus propios hogares o en la privacidad de sus propias almas, conservan con vida tanto las palabras como los conceptos a los cuales se refieren. Sin embargo, esas personas valientes son la excepción. La adopción de una política personal de evitación de las palabras prohibidas, con la consiguiente generación de zonas ciegas que borran los conceptos que subyacen a esas palabras, constituye la regla para quienes viven en circunstancias políticas represivas— incluyendo muchos trabajadores de la salud mental que deben desarrollar su trabajo diario bajo esas condiciones políticas.
Asimismo e los países con gobiernos represivos, parte de lo que se considera «subversivo» se mantiene vivo a través de desplazar las palabras prohibidas a otros emblemas o símbolos de desafío a la autoridad.
Durante el régimen militar de la Argentina, por ejemplo, la audiencia —predominantemente joven y de clase media— que asistió al recital de una cantante popular, la aclamó con aplausos y gritos de entusiasmo, cuando ella empezó a cantar la versión en castellano de la balada francesa «Je te chante, liberté» ( «¡Yo te canto, libertad!»). Durante el mismo período, en Chile, una canción se transformó en ícono de protesta y desafío por incluir un verso que contenía la frase «En septiembre las luces se apagaron «, una aparente referencia al golpe de Pinochet contra Allende, que tuvo lugar en ese mes.
Y en Brasil, un famoso cantante efectuó una serie de recitales en los cuales se limitó a tocar varias de sus canciones en la guitarra sin cantarlas porque la letra, —relacionada con la pobreza y con la opresión— había sido proscripta por el gobierno militar, en tanto sus espectadores, llenos de fervor, cantaban a coro sus palabras por él. Todos estos ejemplos son conmovedores porque muestran la flexibilidad del espíritu colectivo, patéticos porque ejemplifican hasta qué punto llegan los tiranos para suprimir las palabras que consideran peligrosas.
En este momento de la historia, si bien algunas naciones permanecen bajo regímenes totalitarios y otras pasan de una forma de autoritarismo a otra, aún existen motivos para conservar el optimismo. Los gobiernos represivos y políticamente opresivos son reemplazados en muchos lugares por líderes más abiertos y democráticos. Esto está ocurriendo en Argentina, Chile, Uruguay, Paraguay, Brasil y otros países de Latinoamérica.
Así, incontables ciudadanos, entre ellos muchos profesionales del campo de la salud mental, están saliendo o han salido de un período prolongado de sus vidas plagado de palabras proscriptas y conceptos prohibidos, prontos para abrirse a conceptos y significaciones que habían sido eliminadas de su construcción de la realidad, luego de años de vivir y trabajar bajo el terrorismo de estado de un gobierno represivo.
Durante un taller que conduje en el congreso de Terapia Familiar Chileno al que me referí anteriormente, y con la ventaja de no haber estado expuesto a las experiencias político-culturales de los participantes del país anfitrión, efectué un ejercicio experimental que los asistentes consideraron extremadamente iluminante, y que por cierto, fue muy revelador para mí. Comencé el taller como comencé este ensayo, contando la historia de mi encuentro en la playa y mi presentación en ese congreso en Argentina. Luego continué intercambiando opiniones con los participantes del taller acerca de las palabras y temas que no pueden ser expresados, y las palabras y temas que constituyen la alternativa «historia oficial».
Luego de esa introducción, invité a los participantes alrededor de setenta terapeutas latinoamericanos, algunos sometidos aún a gobiernos represivos y otros saliendo de ellos— a participar de un experimento. Lo describí como exorcismo destinado a ampliar su territorio semántico y expandir su libertad. Les pedí entonces que nombraran palabras que estaban o que habían estado prohibidas en sus países de origen.
Comencé a escribir una lista en el pizarrón con las palabras pronunciadas por los pocos que quisieron abrir el fuego. Con todo, cuando la lista se fue ampliando, las palabras comenzaron a surgir, vociferadas desde todos los costados de la sala en una atmósfera de excitación creciente, de reconocimiento y de hilaridad, interrumpida por momentos de recogimiento sombrío. De esta manera organicé una lista de palabras prohibidas que incluían, entre muchas: tortura, desaparecido, represión, intelectual, barbudo, izquierdista, milico y terricos (contribución de un terapeuta peruano, que la describió como un derivación de «terroristas», con referencia a los guerrilleros de Sendero Luminoso de aquel país). Desarrollé luego una segunda lista de términos, correspondientes a la «historia oficial», tales como costo social, reconciliación nacional y unidad nacional.
Terminadas las dos listas, invité a los participantes del taller a organizar grupos de discusión compuestos por cuatro o cinco personas, con la tarea de conversar entre ellos, utilizando activamente las palabras que contenía la primera lista. Esta actividad fue descripta como una suerte de festival tendiente a liberar a estas palabras de la proscripción. La tarea se llevó a cabo con alegría y entusiasmo evidente, en grupos plenos de risas, de gestos enfáticos y de tonos encendidos.
Veinte minutos después pude recuperar la atención de los participantes. Les pedí que comentaran sus experiencias con el ejercicio. Sin excepción los participantes expresaron un entusiasmo casi militante. Algunos dijeron que utilizar esas palabras había sido para ellos como decir «malas palabras» y que habían pasado un muy buen rato pronunciándolas. Y las listas del pizarrón se enriquecieron con nuevas palabras.
Uno de los participantes, un lúcido gastroenterólogo con entrenamiento en terapia familiar, describió un evento que tuvo lugar en su grupo, y que ilustra el peso ideológico y el poder simbólico de esas palabras. A su grupo se había incorporado a último momento una persona que había llegado tarde al taller, cuando los grupos ya se había formado y habían comenzado a conversar. El recién llegado le pidió en voz baja al gastroenterólogo que le explicara la tarea. Este, decidiendo en el momento despistar al recién llegado, le dijo que el grupo tenía que conversar utilizando lo más posible las palabras de la segunda lista, las de la «historia oficial», en tanto que el grupo estaba, en realidad, muy ocupado utilizando los términos de la lista de las «palabras proscriptas».
Cinco minutos después, el grupo en su conjunto estaba confrontando al recién llegado.
Por las palabras que él utilizaba, los miembros del grupo lo percibieron como un fascista, mientras que el pobre hombre despistado se sentía rodeado por una multitud hostil radical. EL grupo continuó en esta confrontación hasta que el gastroenterólogo reveló la naturaleza de su experimento privado, momento en el que todos los miembros del grupo pudieron compartir un vocabulario común.
Después de que la gran mayoría de los grupos ofrecieron sus comentarios personales, y todo el mundo tuvo la oportunidad de compartir sus observaciones, di por finalizada la sesión, felicitando a los concurrentes por su activa participación con el experimento e instándolos a mantener en alto la bandera de la lucha por la libertad de pensamiento y de palabras. En los días que siguieron, durante el resto del congreso del que esta sesión formó parte, muchos de los participante del taller me detuvieron en un pasillo y en otros sitios informales para expresarme su aprecio y para relatarme la sensación de liberación que habían experimentado.
En relación con este experimento, es importante tener en cuenta que yo no ofrecí las palabras, sino que ambas listas se construyeron a partir de la terminología aportada por los participantes. También se debe notar que ni el experimento como un todo ni las palabras de las listas eran específicas de uso de los países de origen de los participantes. Por el contrario, la gente de los diferentes países ofreció palabras para la lista de la «historia proscripta», así como para la lista de la «historia oficial».
Habiendo caracterizado esta experiencia como una tarea de final abierto para los participantes, como parte de un proceso que nunca termina, queda claro que la he concebido como un experimento en «deutero-aprendizaje», es decir, «en aprendizaje de aprender». El experimento apuntaba a que los participantes se hicieran mas sensibles no sólo los modos en que los entornos políticos represivos habían restringido sus recursos semánticos, sino que también pretendía mostrar cómo podía llevarse a cabo el proceso de recuperación progresiva de su lenguaje, y de hecho, de sus procesos de pensamiento.
Merece acotarse el efecto de este experimento en el experimentador, ya que no sólo resultó extremadamente enriquecedor para mí sino también más poderoso de lo que yo preveía. Me interesó tanto que lo repetí, con pequeñas variaciones, en grupos de profesionales de varios países que salían de la dictadura.
Pero ¿Qué pasó con el amigo que encontré en la playa, con el colega que me hizo pensar acerca de los efectos persistentes de la supresión de palabras y pensamientos y la necesidad de recuperar nuestro vocabulario?
Desde aquel encuentro, hace ya quince años, me han surgido muchos pensamientos y preguntas sin respuesta.
¿De qué modo se reflejaba en la práctica clínica de mi colega, esta escotomización, estas zonas ciegamente semánticas? Esta severa restricción, tal vez elemento esencial de supervivencia para muchos en una sociedad represiva y violenta, ¿No socava uno de los imperativos categóricos de nuestra profesión -—el de enriquecer el número y la calidad de las opciones de nuestros pacientes?
El experimento, taller que describí más arriba fue concebido como un antídoto, como ejemplo de un tipo de actividad que puede desarrollarse para neutralizar los efectos de ese vaciamiento lingüístico y conceptual que resulta de las dictaduras.
Puede ser un paso para recuperar la legitimación —en el mundo de los terapeutas y también en la vida de sus pacientes— de conceptos y prácticas vitales cuyo destierro podría convertirse de otra manera en el oscuro legado de los regímenes represivos. Si la psicoterapia es una práctica que apunta a enriquecer el lenguaje y los procesos de pensamiento de nuestros pacientes para ayudarlos a expandir la cantidad y la calidad de sus opciones de ida, entonces es crucial que quienes llevamos a cabo esta práctica prediquemos con el ejemplo.
Notas
(*) Este artículo fue publicado en el nº 34 de Perspectivas Sistémicas (Noviembre/ Febrero, 1994-95) y fue reeditado para su publicación on line.
(1) Detallada en Sluzki, C.E. (1990). Desaparecido: Efectos semánticos y somáticos de la represión política en una familia que busca terapia.
Family Process, 29 (2), 131-144.
(2) Estos conceptos se discuten en detalle en Sluzki, C.E. (1(4))-. «Violencia familiar y violencia política». Implicaciones terapéuticas de un modelo general. En D. Fried Schnitman: Nuevos Paradigmas, Cultura y Subjetividad. Buenos Aires, Paidós.
(**) El Dr. Sluzki, es Decano para Ciencias de la Salud en el College of Nursing and Health Science y Research Professor en el Institute for Conflict Analysis and Resolution, ambos en George Mason University; Profesor Clínico de Psiquiatría, Escuela de Medicina, George Washington University; Editor del American Journal of Orthopsychiatry; consultor de la Organización Mundial de la Salud y de la Corte Criminal Internacional de La Haya. Fue Editor de la revista Family Process y DIrector del Menatal Research Institute (Fundador del curso).