Está a punto de comenzar un nuevo verano. Esto supone, para muchas mujeres, una nueva preocupación por el cuerpo; las revistas femeninas ofrecen distintos tipos de dietas. En este artículo aparecido en la «Family Therapy Networker»(1) Laura Fraser propone repensar la obesidad y el cuerpo desde otro punto de vista.
El temor a la gordura afecta a la mayor parte de los americanos de todos los tamaños, oculto detrás de cada bocado de comida y de cada vistazo en el espejo.
Domina las tapas de las revistas femeninas y habita en los escondrijos de nuestros placares, heladeras y pensamientos íntimos.
En cada lugar que miramos, recibimos el mensaje paradojal de consumir y restringirnos al mismo tiempo: las carteleras exhiben a Kate Moss con su aspecto anoréxico, mientras el almacén nos tienta con ananás hawaianos, chocolates belgas, torta de queso congelada, masitas de frambuesa, cordero neocelandés, cola dietética y todo libre-de-grasas. La americana ideal mide 1,70, pesa 50 kilos y usa talle 4; la verdadera mujer americana mide 1,62, pesa 65 kilos y usa talle 12.
Tomados como la sociedad más sedentaria, rica en alimentos y fóbica al peso de la tierra, no es sorprendente que dolorosos conflictos acerca de la delgadez, las dietas y el significado social de la obesidad dominen la vida de la gente.
En San Francisco, una administradora que heredó de su madre el cuerpo ucraniano, redondo y de gran pecho, se viste con ropa andrajosa; su placard está repleto de hermosa ropa dos talles menos. Sin embargo, ella que está en medio de un conflicto burocrático en donde una buena preparación puede ser un factor decisivo, dice que no comprará nueva ropa hasta rebajar nueve kilos. Una de sus amigas fue enviada a un hospital psiquiátrico durante varios meses en su adolescencia para perder peso para su fiesta de iniciación.
Otra amiga, que heredó la delgada silueta de su madre franco-suiza y cuenta cada gramo de grasa, se aprisiona a sí misma en una tiranía psicológica similar. Sólo se siente cómoda mostrando su cuerpo dentro de sus minifaldas mientras su novio se queja de que está poniéndose muy flaca. Ninguna de estas mujeres es anoréxica o bulímica. Pero todas desconfían de su apetito y se sienten incómodas en su piel.
La obsesión subclínica con las dietas y la delgadez comienza en la temprana infancia y acompaña a la mayoría de las mujeres, infelizmente, a lo largo de toda la vida. Un estudio de 1992 en el colegio médico de la Universidad de California en San Francisco encontró que entre el 30 y el 46 % de las chicas de nueve años encuestadas habían realizado una dieta o presentaban patrones de desorden en la alimentación. En la secundaria, la mayoría de niñas caucásicas (pero no afro-americanas) piensa que su cuerpo es inadecuado: el 90% de un grupo de niñas caucásicas de la secundada están disconformes con sus cuerpos, de acuerdo con el Healthy Weight Journal.
Dada tanta distancia entre las prescripciones sociales y la realidad de carne y hueso, no hace falta ser imaginativo para pensar que la pesada carga de significado social que otorgamos a la delgadez y la obesidad se abre camino hacia los consultorios.
En Nueva Jersey, un hombre y una mujer que pesan cada uno 90 kilos, se sientan pesadamente en amplias sillas de pana, frente a un terapeuta que piensa que bien podría bajar, él mismo, unos 15 kilos. El problema, dicen, es que no existe pasión sexual en su matrimonio. El hombre se siente cómodo con su tamaño, pero su esposa dice que debido a que se siente tan grande no puede sentirse sexual. Ha leído que las dietas no funcionan y está desesperanzada. Siente que tanto ella como su esposo parecen dos bultos. Dos grandes, asexuados bultos. Hasta intercambian la ropa.
Para otra pareja de Nueva Jersey el peso es una señal de poder social. Debido a que el marido es delgado —un corredor de maratones que trabaja ochenta horas por semana para mantener acorralada a su depresión— se define como el saludable. En terapia de pareja cada vez que su esposa osa esbozar un insight o un arraigado y profundo sentimiento, él dice algo del estilo: «¿Qué sabés? Ni siquiera podés bajar de peso».
En otro consultorio, una administradora escolar obesa conoce a su nuevo terapeuta, un trabajador social de sexo masculino que supera el metro ochenta de altura, hijo y nieto de hombres igualmente delgados. Mientras ella trata los temas por los que vino, él se pregunta: «¿Debería mencionar su peso? ¿Cómo sonaría, tomando en cuenta las cuestiones de género, las diferencias de poder social —yo, un hombre delgado, ella una mujer gorda?¿Podría mencionar el tema sin hacer que se sienta avergonzada?».
Se muerde la lengua y la mujer dice, al poco tiempo, que ella no comenzará psicoterapia con él hasta que prometa no mencionará el tema de su peso. Muchas sesiones posteriores la mujer confiesa que su terapeuta anterior igualaba la pérdida de peso al progreso de la psicoterapia y le había telefoneado frecuentemente al trabajo para preguntarle qué había estado comiendo exactamente a lo largo de ese día. Habla comenzado psicoterapia esperando recibir ayuda respecto al prolongado dolor sufrido durante los años de humillación pública y control que su madre ejerció sobre ella por ser una niña obesa. Sin embargo, decía, la terapia se transformó en otro lugar en el que ella debía defenderse.
Conozco bien estos dilemas. Tenía trece años cuando me senté por primera vez en una acolchada silla marrón en un consultorio pobremente iluminado cuando un psicólogo con grandes patillas dijo suavemente:
«¿Laurie, te gustaría ser delgada? Serías una hermosa niña si perdieras algo de tu peso, ¿sabés?»
Era una niña regordeta, lejos de ser obesa, y he estado contando calorías desde el jardín de infantes. Durante años mis padres servían comidas con bajas calorías, me alentaban para hacer ejercicio y prohibieron en la casa las papas fritas y la manteca. Olvidé cómo comer cuando tenía hambre y detenerme cuando estaba saciada.
En cambio, comía de acuerdo —y me rebelaba contra— las reglas de alguna otra persona.
Fue un paso más en el desarrollo de un trastorno de alimentación que fue primariamente causado por los tratamientos. Me llevó otra década —de 500 dietas calóricas, porciones medidas, dietas de frutas del bosque y reuniones de Weight Watchers (1) abandonar mis rituales secretos interminables de atracones y autodeprivación. Mi peso se ha estabilizado en 70 kilos, 10 kilos más que el ideal cultural y 12 kilos menos de lo que pesaba en la época de mi obsesión con las dietas.
Me encanta el ejercicio. Mi nivel de colesterol y tensión arterial es bajo. Nado, camino y ando en bicicleta. Y nunca voy a volver a hacer dieta.
Creo que nuestra obsesión con las dietas es una enfermedad cultural. Induce estados emocionales caóticos y patrones de alimentación que privan a la gente en su habilidad de regularse naturalmente a sí mismos, De hecho, hacer dietas empeora los problemas —sobrealimentación, sobrepeso, obsesión por la comida y vergüenza corporal— que aparentemente intenta solucionar. Y da rienda suelta a la destrucción de los estados de ánimo, las vidas y las emociones.
La investigación que avala este punto de vista ha sido conocida por décadas. Sin embargo, sigue habiendo gran cantidad de terapeutas que consideran, como el mío lo hizo, que la obesidad es un estado patológico y que el antídoto evidente es el de hacer dieta para perder peso.
Año tras año prescriben hipnosis, educación nutricional, supresores del apetito, dietas y manipulación de la conducta, aunque, estudio tras estudio ha demostrado que para la gran mayoría ninguno de estos funciona por mucho tiempo. Muchos terapeutas consideran que la gente es gorda porque fueron abusados sexualmente de niños o poseen otros problemas emocionales; pareciera que estos terapeutas piensan que una vez que estos problemas se aclaran los gramos se derretirán. Cualquiera de éstos puntos de vista es simplista y refleja una profunda ignorancia acerca del comportamiento, la fisiología y la genética de los humanos.
Aquí estoy para discutir un punto de vista diferente, compartido por un movimiento en crecimiento de investigadores en obesidad y genética, terapeutas feministas y de desórdenes alimentarios y líderes de grupos de autoayuda sobre alimentación compulsiva. Este movimiento sostiene que hacer dieta causa obesidad más que curarla. Las dietas están predestinadas al fracaso, sugieren, no debido a defectos dentro del que las realiza, sino porque la obesidad —ya sea primariamente genética o generada iatrogénicamente debido a las dietas— es mucho más ingobernable de lo que alguna vez se creyó. La solución, dicen, es enseñar a la gente a recobrar contacto con las claves de sus propios cuerpos, comer a conciencia y aceptar su hambre y sus cuerpos reales. Y al diablo con los estándares de peso apropiado culturalmente impuestos.
¿Funcionan o no funcionan las dietas? ¿Son ellas grandes maniobras de marketing de las revistas femeninas o senderos prudentes de conciencia de la salud?
En 1958, el investigador Albert Stunkard de la Universidad de Pennsylvania diseñó un meta análisis de cientos de resultados de tratamientos médicos para la obesidad y encontró que sólo el 2% de los pacientes se han mantenido con un monto significativo de peso menos por más de dos años. Estudio tras estudio desde aquel momento ha confirmado que el 95% de las personas que realizan programas para perder peso, consecuentemente recuperan casi todo el peso que perdieron y, a veces, más aún.
Esta investigación sostiene la teoría del «set point»: estamos evolutivamente diseñados para mantener nuestro peso y, cuando comemos menos, nuestros metabolismos descienden, como un termostato, de modo tal que quemamos menos calorías. En 1995, en un estudio de la Universidad Rockefeller, 66 personas obesas y no obesas realizando una dieta hipocalórica quemaron un promedio de 15% menos calorías que personas que no realizaban dieta del mismo peso. Sólo el ejercicio, que aumenta la masa muscular y aumenta el metabolismo, desciende de modo permanente el set point del peso de la gente.
El set point es, en parte, biológicamente dado —prueba de ello es el promedio de estructura corporal sólido de los islandeses comparados con los estilizados, delgados suizos o daneses. Y dentro de cualquier grupo racial, parte de la tendencia para subir de peso se juega en la concepción, durante la lotería del pool genético. Algunos ratones, por ejemplo, poseen un «gen de la obesidad» que los hace convertir calorías a grasa mientras otros, sin dicho gen, convierten las mismas calorías en energía. Debido a que los investigadores sospechan que los humanos poseen por lo menos 16 genes de la obesidad similares, esta es evidencia que sostiene la vieja queja de la gente obesa que dice que puede comer exactamente lo que sus amigos delgados comen, y, de cualquier manera, engordar.
Esta investigación machaca sobre la idea de que nuestros cuerpos derivan, al menos en parte, de determinaciones biológicas dadas; que la gente obesa no es necesariamente glotona o expresa profundos conflictos psicológicos; y que las dietas que pretenden cambiar nuestras herencias fisiológicas funcionan raramente.
Lo que es menos sabido —pero igualmente bien demostrado— es que hacer dieta provoca daño psicológico mensurable, produciendo emociones caóticas y patrones alimentarios con todas las marcas de un desorden psicológico iatrogénico.
Aunque la preocupación por el peso está asociada habitualmente a las mujeres, desde los años ’40 sabemos que hacer dieta puede conducir a hombres sanos al mismo tipo de caos emocional que afecta a muchas mujeres bulímicas y que hacen dieta. Utilizando objetores de conciencia como sujetos, la investigadora sobre obesidad Ancel Keys de la Universidad de Minnesota puso a 36 hombres voluntarios a realizar una dieta por seis meses con gran cantidad de vitaminas y minerales pero con sólo la mitad de la cantidad habitual de calorías —el equivalente de calorías del programa Weight Watchers— que los investigadores llaman una dieta de semi-inanición.
La dieta funcionó, en el sentido de que los hombres perdieron la mitad de la grasa de su cuerpo, aproximadamente el estándar instaurado por Kate Moss y aspirado por las adolescentes caucásicas. Pero los hombres se transformaron en caprichosos, peleadores y letárgicos. Dejaban sus dormitorios desordenados, evitaban el trabajo, dejaron de interesarse en su cuidado y eran indiferentes a las visitas. Perdieron el interés en el sexo. Uno de ellos, agobiado por la culpa debido a que rompió la dieta por comer algunas galletitas, bananas y pochoclo, vomitó para recuperar el control.
Otro, se tajeó tres dedos en un intento de salir del estudio. Otros se comenzaron a preocupar por la comida, soñando fantásticas combinaciones para comer cuando finalizase el estudio. Algunos se propusieron seriamente convertirse en chefs.
Al haber transcurrido los seis meses de semi-inanición y cuando los hombres pudieron comer lo que quisieron, se dieron atracones. Un reclutado manifestó que le llevó varias semanas recuperarse de los sentimientos de hambre, frío, debilidad y desinterés en eventos sociales. Volvió a recuperar su peso, pero, como la mayoría de los otros hombres, reemplazó gran parte de su antigua musculatura por grasa.
Este es el tipo de patrón tipo «yo-yo» que muchas mujeres obesas siguen cuando hacen sus rondas por Weight Watchers, Optifast y Nutri-Slim: pierden peso, tienen hambre, se ponen irritables y se aislan socialmente, les contestan de mal modo a sus hijos, se vuelven aún más sedentarias y luego vuelven a caer del vagón y aumentan de peso nuevamente.
Para peor, los meses de ingesta controlada y siguiendo una plan dietario las han entrenado probablemente a comer más, no menos, cuando están saciadas. Durante las décadas de los ’70 y los ’80, los psicólogos Janet Polivy y C. Peter Herman de la Universidad de Toronto estudiaron a personas que realizan dietas y que habían aprendido el punto de vista de que comer es un ejercicio a ser refrenado de por vida. Descubrieron que personas que tuviesen patrones saludables de alimentación comerían menos en el almuerzo si hubiesen comido un milkshake dietético una hora antes del mismo. Pero en el caso de las personas que son crónicas en realizar dietas, las que se regulan por medio de la contabilidad, luego del milkshake, comían aún más en el almuerzo. Una vez «rota» la dieta, las puertas del dique se abren y comen vorazmente; Polivy lo denominó el efecto de «al diablo».
Polivy y Herman encontraron que el hecho de realizar dietas hace que las personas pierdan el contacto con el hambre y la saciedad, preocupándose, en cambio, por estándares externos de comportamientos y comidas «buenos» y «malos». Cuando las personas que hacían dieta estaban bien, estaban muy, muy bien; pero cuando estaban mal, se sentían horrendas. No sólo comían más que las personas que no realizaban dietas luego de haberlas «quebrado», sino que comían aún más cuando creían que el snack era alto en calorías.
En 1992 Polivy y Herman crearon un «programa de no-dieta» de 10 semanas de duración. Educaron a 18 personas que realizan dieta crónicamente acerca de los peligros de realizar dietas, les enseñaron a aceptarse a sí mismos y el tamaño de su cuerpo actual y los acompañaron en ejercicios para normalizar su alimentación. Les dijeron que no consideraran prohibida ninguna comida y que trataran de sintonizar si tenían hambre o estaban saciados antes de comer. La mayoría de los participantes no bajó de peso pero reportaron mayor autoestima y niveles más bajos de depresión, conductas de desorden alimentario e insatisfacción con su cuerpo. «Se quieren más a sí mismos y están menos deprimidos, y están dispuestos a probar cosas a las que no estaban dispuestos o no podían probar previamente, para realizar algunos cambios en sus vidas», dice Polivy.
Investigaciones como la de Polivy y Herman forman parte de un creciente movimiento «anti-dieta» entre los terapeutas que trabajan con desórdenes alimentarios. Los terapeutas que promueven dietas, dicen, sólo dañan la salud mental de sus clientes. «El tratamiento tradicional para la obesidad refuerza el mensaje prevalente y destructivo de que la pérdida de peso es el camino preferido para aumentar la autoestima» dice David Garner, psicólogo e investigador en desórdenes alimentarios. «¿Por qué ponemos una barrera entre la autoestima baja y la autoestima alta requiriendo lo imposible?»
Estos terapeutas anti-dieta siguen nadando contra la corriente. Muchos médicos especializados en dietas y terapeutas comportamentales dicen que a pesar de los bajos índices de eficacia, los riesgos de salud con relación a la obesidad son tan importantes que es mejor hacer algo, cualquier cosa, que permitir que las personas continúen gordas. La obesidad no puede ser puramente genética, argumentan con alguna justificación, porque los americanos se están volviendo cada vez más gordos con el correr de la década. En 1994, puntualizan, el 14% de los chicos entre 6 y 11 y el 35% de los americanos adultos eran suficientemente gordos como para ser clasificados como obesos —un incremento del 9% desde 1980. Culpan de este incremento, no a la realización de dietas, sino a una dieta con alto contenido graso y de carnes, en una cultura donde la televisión, hacer compras en auto, Nintendo e Internet han reemplazado ampliamente al ejercicio, las labores manuales y caminar al negocio de la esquina. Esta epidemia de sobrepeso posee sedas consecuencias en salud, dicen, citando un estudio de 1995 de la Escuela de Salud Pública de Harvard que relaciona sólo unos pocos kilos extra con la reducción del tiempo de vida.
Pero los riesgos de la obesidad para la salud no son tan determinados y tajantes. El estudio de Harvard no distingue entre los efectos sobre la salud de poseer sobrepeso y los efectos sobre la salud de una vida demasiado sedentaria. De acuerdo con un estudio longitudinal masivo que examinó esta cuestión la falta de ejercicio —no el peso— hace realmente el daño.
El fisiólogo de ejercicio Steven Blair, del Instituto Cooper para Investigación Aeróbica en Dallas, siguió a 25.389 hombres entre 1974 y 1995 y encontró que los hombres gordos que realizan ejercicio viven tanto tiempo como los hombres flacos. Los hombres gordos que no realizaban ejercicio se enfermaban más frecuentemente y morían más jóvenes que los hombres flacos. Pero los hombres flacos que no realizaban ejercicio era tres veces más probable que mueran jóvenes que los hombres gordos que ejercitaban. Blair y otros investigadores piensan que la obesidad puede ser sólo un indicador de un problema más serio: la inactividad.
La falta de ejercicio puede ser una razón por la que los americanos están engordando, pero la epidemia de sobrepeso está causada, por lo menos en parte, por la epidemia de hacer dieta. En este contexto, las aproximaciones terapéuticas de los antidietistas pueden comenzar a tener sentido.
Quizás el programa anti-dieta más conocido es el Overcoming Overeating(2) de Carol Munter y Jane Hirschmann, que refuerza a las personas a aceptar el tamaño de su cuerpo, utilizando técnicas como el trabajo de no juzgarse ante el espejo, eliminando escalas, tirando ropa que no les entra y reconociendo el «auto diálogo» negativo que las personas realizan respecto de sus cuerpos. Asistí a uno de sus programas en Denver, de aproximadamente cien personas, la mayoría mujeres. Se sentaron en una cafetería de un colegio secundario, sus ropas cómodas de sábado rebalsando las sillas brillantes de plástico. Risas nerviosas dieron la bienvenida a Carol Munter cuando les dijo que no podían dejar de hacer dietas —que debían probarse a sí mismas que habían dejado de hacerlo.
«Salgan y cómprense grandes cantidades de comidas», dijo, «provéanse de más de todo lo que puedan comer». Les dijo que legalicen todas las comidas. «Si las galletitas son el problema para Uds., cómprense veinte cajas, cuando se hayan comido quince, compren cinco más». Los que realmente son exitosos, llevan una bolsa con comida dondequiera que van — repleto de bocadillos, fideos chinos, maníes, chocolates, cualquier cosa— un buen almacén en movimiento.
El sistema funcionó para Munter, que solía pesar casi treinta kilos más y dejó de hacer dieta en 1970, en la ola del movimiento de la mujer. Aparentemente, también funcionó para otros. Pero este acercamiento tiene sus críticas. «No estoy dispuesta a pelear con nadie que diga que Overcoming Overeating funciona para él», dice Marsha Marcus, una psicóloga de la Universidad de Pittsburg que estudia la ingesta compulsiva. «Si funciona para Ud., bárbaro. Para mí, lo que es nocivo es que estos pacientes pueden engordar 15 kilos en un mes, lo que no es bueno para alguien que pesa más de cien kilos».
En mi caso superé la ingesta compulsiva así como un serio desorden alimentario sin arrastrarme con bolsas de compras o atravesando algún rito. La cura fue gradual: en el colegio, gracias a una maravillosa profesora de danza moderna, aprendí a sentirme cómoda moviéndome enérgicamente en público por primera vez en mi vida. Gradualmente descubrí que amaba el ejercicio y más tarde comencé a caminar y andar en bicicleta. Más tarde me hice amiga de unos italianos, fui a Italia y descubrí cómo expresan su amor en atenciones culinarias, cocinando y comiendo sólo los ingredientes más frescos. Cuando comían, lo hacían con verdadero gusto(3).
Durante el resto del día, pocas veces se les ocurría comer. Fui a una escuela de cocina en Tuscany. Cuando volví a casa, intenté imitar el modo en el que mis amigos italianos preparaban, disfrutaban y pensaban en la comida. Más que preocuparme por si lo que iba a comer engordaba, me preocupaba si iba tener gusto exquisito. Desarrollé una pasión por los vegetales frescos, el buen aceite de oliva y las comidas no procesadas, ir al verdulero para comprar tomates con gusto, choclo dulce, hermosos colorados ajíes y de verdes intensos. Ahora, como lo que quiero, lo que ocasionalmente supone un rico postre, y no me preocupo por la comida más. En resumen, como cuando tengo hambre y me detengo cuando estoy satisfecha.
No como más con reglas de otro.
A lo largo de los años, para mi sorpresa, me transformé en aceptablemente atlética. Hago ejercicio durante una hora por día aproximadamente, no para evitar subir de peso sino porque es la parte más agradable del día. Como resultado mi imagen del cuerpo ha cambiado. No soy flaca, pero soy fuerte, graciosa, con energía y con confianza en mi cuerpo.
¿Qué, de todo esto, se puede enseñar a los terapeutas? Espero que una cierta cautela —no prescríbirle a sus clientes más de lo que no ha funcionado en el pasado. Quizás podrían examinar su aceptación de las normas culturales, equiparando delgadez con salud mental y obesidad con disfuncionalidad.
Podrían intentar lomar una neutralidad hacia la obesidad preguntando acerca de si juega un rol negativo o positivo en la vida de sus clientes. Podrían prestar más atención a cómo comen sus clientes, más que a lo que comen, cuándo y cuánto. Podrían intentar abandonar las nociones preconcebidas acerca del paso perfecto de sus clientes. Si lo que conocemos acerca de la fisiología sirve como guía, alentar a los clientes excedidos de peso a ejercitarse contribuirá más a su salud física que alentarlos a realizar dieta.
Tal vez parezca que me he liberado completamente de nuestras obsesiones culturales con la delgadez. Pero a veces, lo admito, vacilo. No hace mucho, antes de mi boda un año atrás, estuve tentada de embarcarme en una dieta brusca para estar lo más delgada posible para los retratos nupciales. Cuando le dije a mi novio lo que estaba tramando, él me dijo:
«Se me ocurren dos cosas: una es que vos serás flaca para siempre, todo será perfecto y seremos felices para siempre», él esbozó una leve sonrisa.
«La otra es que me casaré con alguien que no es una tabla».
No perdí peso para mi casamiento y, cuando el día llegó, me sentí relajada y radiante. Pero cuando recibí las fotos, oí esa horrible voz nuevamente:
«Te ves gorda en esas fotos, gorda, gorda, gorda!».
Luego pensé qué mágico había sido aquel día y las volví a mirar. Me veía un poco regordeta. Soy un poco regordeta. ¿Y qué? Me veía bárbara. Me veía feliz.
Notas
(1) Son grupos similares a los de Gordos Anónimos.
(2) Overcoming Overeating: literalmente, «Superando el comer excesivo».
(3) N. del T. Esta última palabra, en español en el orig inal.
* Laura Fraser es miembro de la Women’s Mountain Bike and Tea Society (WOM-BATS) y autora de «Losing it: America’s obsession with weight and the industry that feeds on it». Vive en San Francisco.
Este artículo fue publicado originalmente en el número de Mayo/Junio de 1987 de «The Family Therapy Networker» y traducido y publicado en Perspectivas Sistémicas nº 49, Noviembre- Febrero 1998