HACIA UNA TEORÍA ECOLÓGICA DE LA PERSONALIDAD
Durante mucho tiempo, la sola formulación del título de este capítulo habría podido parecer contradictoria y, en cualquier caso, resultaría inimaginable desde el territorio sistémico, que, empeñado en la exploración de lo relacional, se negaba a focalizarse en la personalidad, percibida como una peligrosa trampa intrapsíquica.
Superadas afortunadamente tales dicotomías, hoy no solo es posie, sino doblemente tentador poner en contacto ambos conceptos, desde la seguridad de que el individuo y los sistemas relacionales son complementarios y no antitéticos. Una reflexión sobre la dimensión relacional de la personalidad constituye, desde este punto de vista, un primer paso imprescindible para explorar las bases relacionales de la psicopatología y una aportación a la tarea de dotar de coherencia ecológica a la mente humana.
5.1. Una definición de personalidad
No hay duda de que los individuos no son concebibles sino como inte- grados en sistemas relacionales, de los cuales el primero y más inmedia- to es la familia de origen y el más amplio, pero no menos influyente, la sociedad. Pero ni los sistemas ni mucho menos las relaciones abstrac- tas plantean por sí mismos problemas o piden ayuda psicoterapéutica. Quienes lo suelen hacer son los individuos en relación, y es por eso que cualquier modelo psicoterapéutico debe poner a punto instrumentos conceptuales, ciertamente coherentes con su epistemología, adecuados para responder a ese desafío.
Gold y Bacigalupe (1998) realizaron una minuciosa revisión de las teorías de la personalidad de naturaleza interpersonal y sistémica y apenas pudieron encontrar otra cosa que la teoría interpersonal de Harry Stack Sullivan (1953) como propuesta específica, inspiradora de muchos autores sistémicos. Entre sus muchos méritos teóricos figura el haber inventado el término de «sistema del self», para denominar una personalidad acuñada en la mirada de los otros. Pero Sullivan continuó ejerciendo su práctica terapéutica en una relación diádica con los pacientes, y los terapeutas familiares que le sucedieron se desinte- resaron de la personalidad en cuanto concepto intrapsíquico.
¿Qué es la personalidad desde el punto de vista relacional? He aquí una posible definición: La personalidad es la dimensión individual de la experiencia relacional acumulada, en diálogo entre pasado y presente, y encuadrada por un sustrato biológico y por un contexto cultural. Vale la pena examinar uno a uno sus ingredientes.
Dimensión individual
Es necesario asumir que se trata de un concepto individual. En caso contrario, se seguiría pensando en pautas o patrones relacionales, pero no en personalidad.
Experiencia relacional acumulada
Se trata de una reedición del viejo concepto batesoniano de cismo- génesis, que, como es sabido, subrayó la idea, revolucionaria en su momento, de que las personas son moldeadas y definidas por la relación (Bateson, 21956), más que lo contrario. En realidad, parece sensato afirmar que individuos y relación se definen recíprocamente de forma recursiva o, aún mejor, helicoidal.
Diálogo entre pasado y presente
Somos producto de una historia y, desde este punto de vista, el pasado en el que transcurrió la experiencia relacional define la personalidad. Pero la historia se encuentra continuamente reescrita o reformulada en el presente, desde el cual es posible redefinir el pasado.
Un modelo dependiente mecánicamente del pasado es, por ejemplo, una presa hidráulica: tantos hectolitros perdió, tantos debe ganar para recuperar un determinado nivel. Y, si concibiéramos la personalidad como un fenómeno energético, la metáfora sería válida para entender su funcionamiento. La intervención terapéu- tica debería entonces adaptar sus ritmos a las necesidades de la recuperación de la energía potencial requerida.
Pero la personalidad es un concepto comunicacional más pare- cido a un modelo informático, en el que un simple clic en un icono llena inmediata y espectacularmente toda la pantalla con una nueva imagen. Por eso es también posible, desde el presente, inducir cambios espectaculares en el pasado, y por eso la tensión dialéctica entre pasado y presente es un elemento tan importante en la definición de la personalidad.
Sustrato biológico
El organismo humano, y muy especialmente el sistema nervioso central, son el hardware de la personalidad. La genética, segura- mente, desempeña un papel importante en la transmisión de ciertas predisposiciones a desarrollar determinados rasgos de personalidad, y las recientes investigaciones sobre las neuronas espejo (Rizzolatti et al., 1996) abren un horizonte ilimitado sobre la capacidad de la relación para activar el cerebro humano.
Pero, además, el cuerpo, que es biología, ejerce un papel funda- mental como vehículo de relación. Rasgos físicos como la estatura, el peso, la armonía o disarmonía corporal, el color de la piel, del pelo y de los ojos, y tantos otros, definen, a veces decisivamente, el grado de seguridad con que se afronta la mirada del otro y pueden resultar determinantes en la configuración de la personalidad.
Contexto cultural
La cultura enmarca y sobredetermina la personalidad, influyendo decisivamente en su definición (Falicov, 1998). No significa lo mismo ser extrovertido en un país nórdico que en el Caribe, o, incluso dentro del mismo país, serlo en la sierra o en la costa peruanas. Las culturas equivalen a mitologías sociales que priorizan unos rasgos de personalidad sobre otros, condicionando su adscripción al patrimonio psicológico de sus miembros.
Es decir que, en la personalidad individual, desempeña un papel fundamental la historia relacional del sujeto, quien, no obstante, alcanza a escapar a la condición de esclavo del pasado gracias a su casi infinita capacidad de redefinirlo desde el presente. Y la biología y la cultura, interactuando estrechamente, participan de forma decisiva en el proceso.
Pero ¿con qué material se construye la personalidad? ¿Y en qué contextos precisos?
5.2. La narrativa
Entendemos por narrativa la atribución de significado a la experiencia relacional. Es algo que el ser humano hace ininterrumpidamente a lo largo de su existencia en un proceso de complejidad progresiva, desde la vida intrauterina hasta bien avanzada la edad adulta. Solo en la vejez, y probablemente no en todos los casos, puede llegar un momento en que dicha complejidad se congele o incluso disminuya. Por eso, y dado que la narrativa es, digámoslo ya, el magma constitutivo de la personalidad, es lícito afirmar que el proceso de construcción de esta dura prácticamente la vida entera.
Es de sobras conocida la existencia de actividad psicológica prenatal, puesto que el feto reacciona a todo tipo de estímulos sensoriales en su acogedor hábitat amniótico. Un resplandor, un ruido, una presión o un movimiento brusco de la madre, y hasta un olor intenso, bastan para sacarlo del reposo e inducirlo a realizar determinados movimientos. Seguramente el proceso de atribución de significados está en marcha, y el feto empieza a armar historias que llenan su existencia y le dan sentido: luces, sonidos, movimientos y olores que vienen y se van, que estimulan o sedan, que inquietan o calman. Y que lo impelen a retirarse tranquilamente, a realizar intrépidas incursiones o a estirar enérgicamente sus miembros. Es probable que algunos rasgos de la personalidad del bebé, aquellos, sobre todo, que resulten más difíciles de comprender con las coordenadas «extrauterinas» disponibles, tengan sus raíces en ese misterioso universo relacional fetal.
Pero dada la infinita complejidad de lo que ocurre tras el parto, no parece imprescindible especular sobre lo anterior a este. El bebé, sin duda, y el niño de forma arrolladora son auténticas máquinas narrativas, que construyen infinitas historias de ternura, de soledad, de alegría, de tristeza, de miedo, de consuelo y… de tantos matices como se nos puedan ocurrir. Frente a ellas reaccionan con confianza o con recelo, con entrega o con hostilidad, poniendo en juego los com- ponentes cognitivos, emocionales y pragmáticos de la narrativa en un fascinante y abigarrado panorama en el que se combinan ideaciones, afectos y comportamientos.
Las historias que constituyen la narrativa incluyen, pues, un pensar, armazón cognitivo que brinda una estructura coherente a la atribu- ción de significado, un sentir, resonancia afectiva que le hace vibrar confiriéndole una relevancia específica para el propio sujeto, y un hacer, que le aporta una dimensión pragmática imprescindible en el plano relacional. Solo porque son pensadas, sentidas y actuadas, las historias se convierten en narraciones psicológicamente operantes y trascienden el mero plano literario.
Hay momentos en que los niños atraviesan una etapa de «mamitis». Se aferran a la madre y rechazan a cualquiera que se les represente como una amenaza para su relación privilegiada con ella, incluido el padre. En ello influye su percepción de la madre como figura de apego incondi- cional, envuelta en suavidad y ternura, frente a la naturaleza más áspera y la presencia fluctuante del padre y de los restantes interlocutores. Por no hablar de los hermanos, con los que hay que compartir el tesoro. Si las circunstancias son propicias, esa narración «familia de origen», se irá enriqueciendo y complejificando, incorporando el reconocimiento de la incondicionalidad del padre desde posiciones quizá físicamente más distantes y de la solidaridad de los hermanos en la defensa de intereses comunes o en el compartir el placer del juego.
Esa complejificación resulta fundamental como garantía del equilibrio, la madurez y la salud mental futuros, que solo se aseguran si el individuo dispone de una amplia gama de narraciones con múltiples opciones descriptivas de su realidad relacional. Podemos afirmar que, cuanto más abundante y variada es la narrativa, más rica y sana es la personalidad.
5.3. La identidad
Pero, paralelamente a la proliferación de la narrativa, también desde los inicios de la actividad relacional se desarrolla un segundo proceso decisivo para la constitución de la personalidad: la construcción de la identidad.
El sujeto elige algunas narraciones como definitorias de sí mismo, y con ellas, ciertamente, no acepta transacciones ni negociaciones: este soy yo, me tomas o me dejas, pero no pretendas convencerme de que sea otro. Tal es la relación de un individuo con su identidad, una cerrada y absoluta defensa. Y es comprensible, porque en ello le va la existencia psicológica, es decir, la integridad de su personalidad. Idem ens, el mismo ser, esto es, lo que no cambia, he ahí la etimología latina de identidad, que resulta por sí sola bastante expresiva del concepto que estamos proponiendo.
Y no es que la identidad rotundamente no pueda cambiar, sino que, en el mejor de los casos, sus cambios se producirán lentamente y, desde luego, no como respuesta a cualquier confrontación directa. Ante las presiones externas, la identidad se comporta como un tozudo adolescente que cierra filas y se parapeta tras una muralla de rígi- da autoafirmación. Por otra parte, como se verá oportunamente, la identidad es muy vulnerable a determinadas situaciones relacionales negativas, capaces de lesionarla de forma decisiva.
De esta definición se siguen algunas consecuencias importantes. Por una parte, se hace evidente que la identidad no posee, a diferencia de la narrativa en su conjunto, un valor absoluto. Es decir que no cabe afirmar, contra lo que pueda sugerir el lenguaje popular, que mientras más identidad, mejor. De hecho, quizá estemos más cerca de la afirma- ción contraria. La identidad debe limitarse a unas pocas narraciones, claramente definidas y delimitadas, correspondientes, por lo general, a temas como el género y la orientación sexual, la pertenencia nacional, la filiación política y religiosa… y poca cosa más. Lo contrario, es decir, un individuo excesivamente identitario, o bien es un psicótico, como veremos más adelante, o bien un peligroso y rígido fanático que pone todo su ser en juego por cualquiera de sus narraciones.
De todas formas, las narraciones seleccionadas por el sujeto como identitarias nunca lo son al cien por cien, como tampoco carece de un cierto baño identitario la narrativa restante. De hecho, la narrativa identitaria, que así podemos llamar también a la identidad, sirve de amarre o ancla al conjunto de la personalidad, y muy especialmente a la narrativa no identitaria, mediante las sutiles prolongaciones con las que asegura una leve presencia en esta. El resultado es que el sujeto se reconoce en todas sus narraciones, pero solo se emplea a fondo en la defensa de algunas de ellas, obviamente las identitarias.
Figura n.º 3
Resulta obvio que, desde este punto de vista, la identidad no es un territorio propicio para la intervención terapéutica. El terapeuta deberá soslayarla, so pena de encontrar un rechazo frontal a cualquier suge- rencia que pueda ser interpretada como cuestionadora.
En el curso de la terapia con una pareja de veteranos profesores de secun- daria, el terapeuta le pide al marido que, puesto que la queja de su esposa es la escasa atención y dedicación por parte de él, y que su defensa es la falta material de tiempo, podría hacer una prueba pidiendo durante quince días una baja por enfermedad. Motivos no faltan, porque nuestro hombre anda tan estresado que ya ha sufrido algún episodio de dolor precordial sugestivo de angina de pecho. Así podría matar dos pájaros de un tiro: disfrutar un más que merecido y necesario descanso y, a la vez, aumentar su disponibilidad para apoyar y acompañar a la esposa. La terapia dispondría también de un nuevo material relacional con el que trabajar los viejos conflictos.
Teóricamente impecable, pero el marido se crispa visiblemente y afir- ma, enfurruñado, que le podrán pedir que se suicide antes que «eso». Tras diversas tentativas infructuosas de negociar, sobre la base de la limi- tación de la medida y su inocuidad, el terapeuta comprende que la consagración sacerdotal al trabajo es, para esta persona, un constructo identitario, por lo que recoge velas y apunta en otra dirección. ¡Medida necesaria si quería salvar la terapia!
Figura n.º 4
Y no perdamos de vista que, en cuanto instancia de la personalidad, la identidad es un concepto individual. No existe la identidad de los pueblos, y lo que suele entenderse por tal no es sino cultura y, por tanto, mitología. Los nacionalismos son identitarios no porque lo sean las naciones, sino porque los individuos que lo profesan han incorpo- rado esa ideología a su identidad.
La figura n.º 4 representa con mayor fidelidad la relación existente, dentro de la narrativa, entre historias y constructos muy mayoritaria- mente identitarios (círculos negros) y no identitarios (círculos blancos). Existen múltiples gamas del gris que expresan, en posiciones interme- dias, la infinita complejidad de la situación. A efectos prácticos, no obstante, seguiremos utilizando la muy simplificada figura n.º 3.