¿La más noble, digna y justa de las propuestas justifica los medios que se usen para plasmarla? No es una pregunta sencilla. A lo largo del tiempo dio lugar a crueles enfrentamientos entre quienes perseguían un mismo fin y, peor, fue el preámbulo de horribles tragedias personales y colectivas. En 1949, en París, se conoció Los Justos, obra de teatro con la que Albert Camus enfrentaba con coraje moral, lucidez filosófica, y solidez artística este dramático dilema. Situada en Rusia, en 1905, sus protagonistas son los miembros de un grupo de extremistas socialistas que se proponen matar al gran duque Sergio en un acto de “justicia revolucionaria”. Hay dos posturas entre ellos. Una, pragmática, cree en el asesinato “justo” y pone el valor de la revolución por encima del de la vida (aun si se trata de niños). La otra considera la belleza de la vida como un valor supremo, al que los afanes revolucionarios deben honrar. La tragedia está servida.
Seis décadas más tarde, Los justos tiene una vigencia poderosa, dolorosa y presente. Basta con ver la actual puesta de la obra (en El Teatro El Duende, de Buenos Aires: http://www.teatroelduende.com) para comprobarlo. Dirigidos por el maestro Agustín Alezzo, un grupo de actores homogéneo y comprometido convierte esta ceremonia teatral en un hecho inquietante, que excede el escenario. Camus tenía posición sobre el tema y esta obra era una respuesta a la irresponsabilidad de Sartre y de otros intelectuales que, enamorados a la distancia de regímenes (como el soviético), que no sufrían en carne propia, o de revoluciones impiadosas y sangrientas que romantizaban a la distancia, habían reducido a cero el valor de la vida (ajena, por supuesto) y de la moral.
Los justos tiene la estatura de las tragedias teatrales clásicas (y la exhibe en esta puesta) y además permite, en mi opinión, una lectura ajustada a estos tiempos locales de fanatismos “progresistas”, de “militancias” oportunistas, de intolerancias “nacionales y populares” y de irresponsable reverdecimiento setentista. Vivimos tiempos muy peligrosos, en los cuales se comenzó por justificar la corrupción económica y moral con argumentos flojos de ética (“mandan a descolgar cuadros”, “dan una asignación universal que, por suerte, yo no necesito”, “a mí me va bien”, “consumimos como nunca”), tiempos en los que se avala el desprecio absoluto por las instituciones republicanas y por la ley (no sólo entre funcionarios, jueces y mandatarios, sino a todos los niveles de la sociedad) y en los que se estimula la anomia como modo de vida. Camus sostenía que una verdad inmoral, una verdad que es algo distinto de lo que dice ser (hoy lo llamaríamos “relato”) o que obliga a matar no puede ser verdad, y se negaba a admitirla. Vivió momentos de soledad e incomprensión por sostener esa y otras ideas hermanadas, pero jamás las traicionó ni abdicó de ellas.
Que en un pequeño escenario de Buenos Aires, se pueda ver hoy una representación de Los Justos que el propio Camus hubiera aplaudido, es una oportunidad tan valiosa como significativa. Una pista inestimable para no perder la orientación en tiempos tan oscuros, tan ominosos, de tanta criminal indiferencia. Y es, además, un emocionante homenaje a uno de los héroes morales del siglo XX.