El setting en Psicoterapia Familiar 

¿La terapia familiar conjunta existe todavía?

En los años 60 Virginia Satir escribía un libro titulado Terapia familiar conjunta, es decir, entendiendo una terapia en presencia y con la participación activa de todo el grupo familiar. En esos tiempos tal idea parecía revolucionaria y estaba basada sobre observaciones de las interacciones verbales y no verbales, entre los miembros de la familia. En la idea de la terapia familiar conjunta también estaba implícita la posibilidad de convocar a la sesión a las familias de origen, para poder utilizar de esta forma los recursos y las energías de todo el grupo familiar; tal idea, tomada por otros autores pioneros de la terapia familiar –Framo, Boszormenyi-Nagy, Whitacker, etc.- estaba fundada sobre el objetivo de estudiar en la sesión el desarrollo de las relaciones intergeneracionales, creando un contexto en donde los sentimientos y los afectos muchas veces ocultados o bloqueados por los varios componentes pudieran ser expresados en presencia de los otros miembros de la familia. 

¿En nuestros días es ésta, todavía, una idea guía al interior de las teorías sistémicas? De hecho, asistimos mas bien a una fragmentación de las intervenciones terapéuticas y es así que florecen terapias individuales sistémicas que reproponen de cierto modo una relación dual y un contexto en el cual los otros miembros significativos están «dentro» -respecto a las temáticas tratadas- pero «afuera» ya que no participan en las sesiones; o tal vez terapias paralelas en donde por un lado es seguido el hijo, niño o adolescente, y por el otro la pareja (los padres), como si el setting definiera, de todos modos, una problemática de pareja, separada de la del niño. Por no hablar de intervenciones como la así llamada mediación familiar, en donde el objetivo parece hacer separar de modo menos hostil las partes en juego, es decir la pareja, mas que generar el redescubrimiento, a través de las experiencias de pérdida, del valor histórico y evolutivo de cada individuo dentro de su sistema de valores.

El espejo unidireccional y la videograbación de centenares de horas de terapias, constituían una práctica consecuencia de estos antiguos conceptos; además, junto a la idea de unir las fuerzas, estaba la implícita curiosidad y la necesidad de utilizar la familia de origen como recurso, de modo de proteger, en el curso de la sesión, el desarrollo intergeneracional de las emociones, de los sentimientos y de los patrones de comportamiento. Bowen, Framo, Boszormenyi-Nagy y Whitacker entre otros, han sido los pioneros de este tipo de orientación que ha guiado a los terapeutas familiares en los últimos treinta años, en la comprensión de las familias y en las estrategias de intervención. Ellos estaban interesados en el conocimiento de aquello que está dentro de cada individuo, a través de la observación del mundo relacional, incluyendo la visión y las resonancias emotivas del terapeuta.

El debate entre la estética y la pragmática de la comunicación humana estuvo desde el inicio y jamás se ha resuelto.

Ya desde los años sesenta se comienza a individualizar dos almas en el naciente movimiento de la terapia familiar: los conductors, es decir aquellos terapeutas que usan la propia personalidad, incluso el instinto y la creatividad, como instrumentos de evaluación y de intervención (véase a Ackerman, Satir, Whitacker, etc.) y los system purists, es decir aquellos terapeutas que estudian a la familia como sistema de relaciones, ubicándose en una posición de relativa distancia de cualquier tipo de implicación personal y/ o resonancia emotiva (piénsese en el grupo de Palo Alto, Haley, Hoffman, la escuela de Milán en la primera fase de investigación etc.)

Al comienzo de los años ochenta este debate se ha hecho aun más impetuoso a través de una serie de artículos aparecidos en la revista Family Process, en donde se hacia la pregunta si el terapeuta debiera practicar la terapia desde una posición pragmática o estética. La primera postura partía de la base que la terapia tenía que resolver los síntomas tal como vinieran presentados, definiendo con claridad los objetivos, mientras que la segunda orientación, consideraba la terapia como un proceso creativo, de crecimiento, con el objetivo de favorecer el desarrollo de la familia y de su ecosistema. 

En el curso de los años este debate ha alentado a muchos clínicos familiares a alinearse por uno o por otro enfoque, sin lograr integrar de modo armónico, la persona y el rol del terapeuta y la toma de la responsabilidad de enfrentar los síntomas, integrando ambas posturas para favorecer el desarrollo de la familia y de su mundo relacional.

Pero entonces ¿qué perspectiva se abre a la terapia familiar, en un campo tan dominado por divisiones, dicotomías, y contraposiciones epistemológicas? Muchas, como por ejemplo una conciencia siempre creciente sobre la utilización de la terapia sistémica dentro del campo de la medicina, mientras que en sus comienzos se había abierto solamente la puerta de la psiquiatría, como si la terapia familiar se especializara predominantemente en el área de los trastornos mentales. Y tantas otras, como intervenciones de pareja, en las crisis, en las separaciones conyugales o en las familias reconstituidas, adoptivas o monoparentales, hoy aceptadas con naturalidad como áreas de intervención de los terapeutas familiares. Esto quiere decir, que el campo de la terapia familiar ha sido reconocido competente en diferentes formas del desarrollo familiar en una sociedad en rápida transformación.

Todo esto no habría sido posible que sucediera sin un fuerte debate y tal vez, encendidas discusiones sobre el tema del genero sexual y sobre el diálogo entre lo masculino y lo femenino sobre una base igualitaria. 

El niño, que por mucho tiempo ha sido un recurso desatendido dentro de la terapia familiar, paradójicamente está floreciendo en el campo de las teorías sistémicas a través de una realidad muy dramática. La extrema violencia del abuso infantil, del abandono y de la negligencia en relación con el niño, ha puesto en alarma y nos ha hecho comprender que ha llegado el momento de moverse de las tentaciones académicas en el estudio del desarrollo infantil, para hacer intervenciones muy activas en el contexto social, para buscar de este modo los recursos y restaurar salud en muchas estructuras familiares y en organizaciones sociales desintegradas y distorsionadas. 

Parece también que haya llegado el momento de incluir la palabra cultura en nuestra identidad de terapeutas familiares. Si en el comienzo la palabra contexto implicaba la necesidad de observar a las realidades sociales alrededor de una especifica temática, ahora debemos cambiar todo el lenguaje del sector y movernos y pensar culturalmente a nuestro trabajo clínico y a nuestros programas de formación. 

No existe mas algo que podamos describir como una familia «intacta», debemos, en cambio, confrontarnos y trabajar, como ya indicado, con muchos tipos de organizaciones familiares: familias reconstituidas, familias adoptivas, familias homosexuales, monoparentales etc.; del mismo modo en el cual hoy no existe mas una «cultura intacta», nosotros debemos aprender a integrar en nuestros encuentros idiomas, razas, tradiciones mitos y rituales diferentes y encontrar ideas y soluciones a través de aquello que es diverso mas que de aquello que asemeja. Este parece ser el reto para el inicio del nuevo milenio: aprender de aquello que no conocemos constituye el mejor método para buscar conocimiento en nosotros mismos, lejos de los limites de aquello que es previsible y cierto.

El setting familiar como búsqueda de recursos intergeneracionales

El pensamiento sistémico y las teorías evolutivas, han seguramente guiado la evolución de la psicoterapia familiar. La emergencia «patología» ha sido siempre considerada una fase critica en la evolución de una familia, incapaz de usar adecuadamente los propios recursos en el momento en el cual se encuentra en un particular estadio de desarrollo. Ésta incapacidad puede crear expectativas excesivas o desordenadas sobre los propios medios de recuperación o tal vez puede producir verdaderos bloqueos de desarrollo. En la practica clínica hemos verificado la importancia de observar la posición de los hijos y de su genero sexual en la relación de pareja. 

Si la relación es armónica y existe una buena reciprocidad entre la pareja, los hijos son compartidos en el plan afectivo y pueden jugar libremente las propias partes masculinas y femeninas; si la relación no es armónica y si existen fuertes estereotipos sexuales se establecerá una especie de lealtad invisible (Boszormenyi-Nagy, 1988) entre padre e hijo del mismo sexo en perjuicio del otro miembro de la pareja, lealtad que podrá ser leída en el juego de las alianzas relacionales, muchas veces explicito, pero a veces camufladas. Recuerdo por ejemplo una familia en donde tres hijas adolescentes mostraban una actitud de adoración en relación con el padre, al que siempre habían llamado Puchi, una especie de diminutivo cariñoso y jamás papá, y parecía que habían relegado a la madre en un rol de domestica de casa. En realidad durante el transcurso de las sesiones resultó claro el camuflaje relacional que cubría una vieja alianza con la madre, con una total exclusión del famoso Puchi de cualquier acontecimiento afectivo entre las hijas y su esposa.

Otra área de investigación relevante es la observación de las dinámicas emotivas, de las actitudes de la pareja en relación con un terapeuta hombre o mujer: de como se establecen modalidades relacionales especificas y distintas según el genero, podemos hacernos una idea bastante precisa sobre el mundo de las expectativas de cada individuo y de sus procesos de identificación, sobre los cortes emotivos, (diciéndolo a la Bowen), y sobre la espera de cuidados en relación de la madre o del padre, sobre el pertenecer al sistema de los hermanos o de las hermanas de cada miembro de la pareja.

Todavía, esta hipótesis necesita una revisión del concepto de encuentro terapéutico: los encuentros no facilitarán a la familia material ex novo ni por parte del terapeuta, ni mucho menos por parte de las instituciones, ni tampoco una medicina que resuelva los problemas. Al contrario, es la familia misma que se vuelve protagonista de la propia curación, en la medida que no sea considerada el problema principal, puede transformarse en el recurso principal.

Todavía el material sobre el cual se tendrá que trabajar es el comportamiento sintomático del paciente; y exactamente por el sobresaliente sentido relacional de este último y por las actitudes correlacionadas por los otros miembros significativos de la familia, creemos que los síntomas/ trastornos de un individuo adquieran una extraordinaria importancia como indicadores generacionales, de genero o de transmisión cultural. 

Los síntomas/ trastornos por la cual se pide una psicoterapia, son generalmente presentados como negativos, equivocados o por lo menos indeseados y hasta, algunas veces, denunciados como algo reprobable.

Si logramos no ponernos como agentes de control social o mental y si la institución de salud dentro de la cual trabajamos, nos da la libertad de evaluar una situación de sufrimiento sin prejuicios, cualquier síntoma/ trastorno tiene que ser respetada por el terapeuta, en cuanto representa el primer vínculo significativo con la familia, el primer recurso activo ofrecido por este ultimo.

Pienso haber alcanzado un cambio en mi trabajo clínico desde que, en vez de controlar o encuadrar los comportamientos irracionales o patológicos del paciente, he terminado por «casarme con ellos»: en otras palabras, he comprendido que se trataba de algo positivo, de intenso y simbólico solo cuando he comenzado a aceptarlos. Cuando hablo de matrimonio lo entiendo en su significado mejor: la vitalidad, la armonía, el sentimiento de solidariedad, la implícita comprensión. Creo que esto sea el primer paso para transformar el handicap de una familia en un recurso, para descubrir el potencial de vitalidad. Si el terapeuta «se casa» con el comportamiento destructivo del paciente, entonces la familia se siente más segura y libre de mostrar las propias contradicciones, miedos, muchas veces transmitidas de generación en generación.

El uso de un modelo trigeneracional ha permitido superar una crisis «congelada» sobre una persona para enfrentar una crisis de desarrollo en un grupo con historia. Introducir la generación de los abuelos en la observación, la relación padres-hijos nos ha permitido no solo de ver las interacciones in acto entre más personas en la sesión, sino, sobre todo de entender mejor al individuo; este último aparece como una entidad más rica, llena si, de contradicciones y de conflictos, pero al mismo tiempo, con más recursos porque ya no más constreñido a los atolladeros del «aquí y ahora». Para quien logra observar las interacciones entre más generaciones es más fácil entrar en el mundo interno del individuo y captar el vínculo entre experiencias actuales y necesidades no resueltas del pasado.

La sesión terapéutica deberá adentrarse en los fundamentos de la construcción patológica de la realidad elaborada por la familia en el tiempo, muchas veces con la complicidad de las mismas instituciones sanitarias que han contribuido a hacer más pasivos a cuantos se preocupan por la situación. Esta actitud que quiere considerar las dificultades de la familia como parte de su evolución nace de raíces mas bien filosóficas que terapéuticas: por ejemplo nuestro concepto del hombre y de sus recursos internos, nuestra motivación personal a emprender una profesión que exige «tocar» sin prejuicio las partes más destructivas de otro, y en fin la capacidad de contener las ansias y los miedos de los otros sin cargarlos sobre las propias espaldas.

Pensemos que para establecer un contrato para elegir el setting más adecuado es necesario considerar el problema de la motivación y de la expectativa de la familia sobre este tipo de terapia. Una familia puede pensarse motivada si cada uno de sus componentes siente que puede rescatar del tratamiento algo para sí mismo, es decir si siente que el trabajo que está haciendo o se prepara a hacer en ese momento, es algo que le puede dar, por consecuencia, ventajas en el plano personal aunque en el inicio la petición de terapia este centrada en el comportamiento sintomático de un miembro de la familia, o sea que exista un problema que cree un nivel de sufrimiento suficiente para hacerlo venir a terapia.

La motivación, al inicio, parte de una situación de impotencia y de dificultad del grupo como tal en relación de una problemática seria y grave de uno de sus miembros, de quien se espera la curación o por lo menos la recuperación de sus rendimientos funcionales. Esto parece constituir, en nuestra opinión, el único nivel de motivación y de petición que se halla en una fase inicial. Es durante la terapia que de esta problemática centrada en el sufrimiento de un miembro del grupo, se puede pasar a una búsqueda de las motivaciones individuales; como el de una anorexia de una muchacha, durante la terapia, se podrá lograr pasar a niveles individuales de «anorexia» de cada uno de los miembros de la familia y entonces a la recuperación de ciertas conflictividades personales. Los problemas de control, de negación de sí, de autodestrucción deberán, entonces, desplazarse del paciente designado a los diversos componentes del grupo, por lo tanto cada uno al final, a través de la anorexia de la joven podrá encontrar una ocasión de enriquecimiento personal.

Si este proceso se inserta en el grupo, asistiremos a un cambio significativo de toda la organización familiar. En los primeros encuentros, definidos por nosotros como «sesiones exploratorias», que preceden una verdadera propuesta terapéutica, usamos un lenguaje del tipo «el terapeuta ha pasado» «ha sucedido algo», propio cuando logramos captar el viraje: de una posición de espera o de delegación por parte de los miembros del grupo en relación del terapeuta, se pasa al momento en el cual la familia, parece en cambio proponerse como un recurso terapéutico y entonces, asumir en primera persona la responsabilidad de lo que acontecerá. En ese momento parece ponerse en movimiento la «terapia» ¿Qué cosa la hace comenzar? ¿El hecho que al inicio de estos encuentros a la familia se la hace sentir a gusto? ¿O que se le pida abiertamente la colaboración en el proceso terapéutico? ¿Que en algún modo exista una comprensión explicita de los niveles de motivación? O en cambio, ¿el trabajo es mucho más implícito e indirecto?

Por ejemplo llega una pareja en dificultad, en una situación que parece atormentar a los dos miembros de la pareja, que no saben que hacer con sus vidas, de su realidad de pareja, de los hijos, que no saben ni restablecer una intimidad, ni separarse. En el momento en el cual se les solicitado a los cónyuges que observen sus dificultades según una dimensión vertical,solicitando la participación, en el proceso terapéutico, de las propias familias de origen, se les propone, indudablemente, un desafío. Es una provocación que obliga a cada uno de los miembros de la pareja a reexaminar la posibilidad de pedir todavía ayuda y de volver a poner en discusión sobre un plano emotivo relaciones interrumpidas o irresueltas con los propios grupos de orígenes. 

Si la pareja acepta de hacer venir a los propios familiares, nos parece que está motivada para hacer una terapia de pareja por el hecho de que es propuesta una elección que, sin hacer explicito el problema, les demanda, en realidad, poner en movimiento energías vitales, niveles de solicitación, de ayuda, que parecen de otro modo impensables. De hecho la pareja llega en una situación en la cual ninguno de los dos siente que puede pedir más apoyo al otro porque teme ser rechazado. 

Entonces, poder dirigir una petición de ayuda a terceros significativos, por ejemplo a las familias de origen, en una situación en la cual se piensa que no son capaces de ayudarse recíprocamente, es un elemento evaluativo importante de las motivaciones y de la capacidad de la pareja para iniciar una terapia.

El paso siguiente es verificar si aquello que se propone a las personas implicadas en el problema, es suficientemente cercano a su realidad emotiva y si ellos están suficientemente disponibles a aceptar una realidad terapéutica que tiende a ampliar el cuadro, en vez de reducirlo a un lugar en donde se «reparan» comportamientos considerados inadecuados para mantener una relación de pareja.

Las indicaciones para una terapia familiar tienen que estar también ligadas no solo al tipo de idiosincrasia que se crea en la relación entre terapeuta y familia, sino también al ciclo evolutivo de esta ultima. Es decir, deben existir parámetros mucho más generales: cuando una problemática psicológica surge en un miembro de la familia que se encuentra en una determinada fase evolutiva (niñez, adolescencia, juventud, adultez etc…), la plasticidad es mucho mayor, entonces, también su capacidad de reproponerse como recurso terapéutico, respecto a aquellas situaciones en donde la patología surge en una generación del medio o en una generación anciana. Cuanto más la alteración está presente en un nivel generacional del menor, tanto más se puede reconstruir y utilizar como recurso terapéutico la subunidad abuelos; es muy difícil, si la problemática parte en el subsistema abuelos, lograr poner en movimiento las generaciones sucesivas, es decir padres e hijos.

Otro elemento que se tiene que evaluar es la «duración del congelamiento » del desarrollo existencial del grupo. O sea, por cuanto tiempo la movilidad existencial de la familia ha permanecido bloqueada por la patología específica de uno de sus miembros. Si un paciente se ha transformado en un «profesional» de una patología mental durante veinticinco años, es mucho más difícil lograr poner en movimiento el ciclo existencial de la familia en sus diversos componentes, que si esta patología tuviera un periodo mucho menor. Por otra parte la indicación de terapia familiar es muy escasa, al menos por aquello que nosotros entendemos como proceso terapéutico, en situaciones de niños autísticos, o en cualquier manifestación de trastornos infantiles tan precoces que no han permitido un pasaje real de una fase a la otra del ciclo evolutivo. Es como si la pareja hubiera permanecido cristalizada en su desarrollo hacia la constitución de un núcleo familiar, que permitiese de utilizar las retroacciones de la nueva generación.

Por otra parte en una familia puede existir una red de funciones absolutamente adecuadas hasta una cierta fase del ciclo evolutivo, por ejemplo, aquella de la desvinculación del adolescente: entonces se manifiesta una crisis con una poussée psicótica, una anorexia, una toxicomanía o cualquier otra alteración. En este caso es posible recuperar el sentimiento de la familia como célula terapéutica, es decir solicitar aquellas energías vitales vividas en ella en el arco de los catorce años precedentes. Solamente en los últimos tres o cuatro años, tal vez, la familia dice: «Nosotros no sabemos que hacer, no sabemos mas quienes somos»; es como si existiera una historia precedente que ha construido en el grupo una solidaridad, un sentido de competencia.

¿Qué indicación puede existir para una terapia familiar antes o después de otro tipo intervención terapéutica? Dando por supuesto que cualquiera terapia es por su naturaleza, limitada, es decir sectorial, se han verificado muchas veces situaciones en donde una intervención familiar ha fallado si se utilizó demasiado precozmente: por ejemplo, alcohólicos puestos de inmediato en terapia familiar no han tenido ningún resultado positivo; colocados en un grupo terapéutico, han tenido notables mejorías y han regresado nuevamente a terapia familiar, esta vez con éxito. Es como si inicialmente hubieran faltado requisitos para el funcionamiento de la terapia, que en cambio han sido adquiridos sucesivamente en otro tipo de intervención.

Al contrario, una terapia familiar puede llevar, como resultado final, a una petición de terapia individual por parte de uno de los miembros de la familia. Esto se verifica muy frecuentemente, al punto que pensamos que la terapia familiar pueda configurarse como el primer paso, en una situación de conflicto no claramente definida: es como si se tuvieran que redistribuir las cartas en un mazo y no se supiera cuales pertenecieran a quien. Entonces la terapia familiar puede servir a que cada una de esas cartas puedan ser distribuidas en el momento en el cual, cada uno se reapodera de las «cartas personales» que se hallan en el mazo y puede comenzar a reflexionar sobre la posibilidad de hacer una petición para si mismo. Muchas personas van en busca de una terapia individual, pero no son capaces de hacer una petición para sí mismas: por ejemplo, hablando durante toda la sesión de la dificultad con el/ la cónyuge y de como éste es inadecuado o indispensable para la relación; es decir, llevan una petición de pareja, pero no llevan físicamente al otro. Aceptar esto como una petición individual es arriesgado porque se nos podría efectivamente convencer de que aquella persona ha elegido venir sola, cuando de hecho ha venido acompañada pero ha preferido dejar al segundo en casa, poniéndolo simbólicamente cercano a sí. En consecuencia, es necesario aceptar que la «relacionalidad» de ellos se transforme en el elemento más fundamental del encuentro terapéutico.

Mientras nos parece más compleja la idea que se puedan hacer contemporáneamente diversos tipos de terapia, es muy útil discernir cual terapia puede ser útil antes y cual después. Una petición de intervención familiar está siempre basada sobre la percepción de una «resistencia» de grupo, de cierta necesidad. Es decir, para poder llegar al individuo, se tiene que pasar a través de un triangulo; un niño, por ejemplo, es portador de síntomas y señala trastornos que conciernen al menos a tres personas. Una petición de pareja refleja una menor exigencia de mediación por parte de un tercero: dos personas están bloqueadas y no saben que hacer con sus vidas, sea en el ámbito interpersonal o en el personal. Una petición individual tendría que introducirse cuando una persona en algún modo fuera «capaz de llegar sola» y de poder definir confines individuales. En prospectiva el mayor nivel de elección personal es la terapia individual, pero muchas veces iniciarla cuando la persona no posee ningún medio para poder elegir quien y que cosa quiere para sí, es un error y seria por consiguiente útil efectuar antes los esquemas considerados antes. Por ejemplo, muchas parejas terminan por perder cualquier posibilidad de colocarse, estructuralmente, como recurso terapéutico y de este modo superar las propias dificultades porque están paralizados y distanciados ulteriormente por relaciones de terapia individual, con la creación de vínculos mucho más fuertes en el exterior, entre uno de los miembros de la pareja y su terapeuta, que pueden conducir a una solución opuesta a la que se habían propuesto. La relación terapéutica entre paciente y terapeuta se vuelve de este modo fundamental y tan intima que hace perder completamente la posibilidad de atravesar nuevas tomas de conciencia en el interior de la relación de pareja. Paradójicamente es exactamente el crecimiento de esta nueva pareja terapeuta-paciente que termina por hacer todavía menos significativa la relación de la pareja.

El lenguaje es escucha: no es solamente conversación terapéutica

Quisiera asumir como «objeto» de observación en sus diversas manifestaciones y en particular hablar del encuentro, en el plano comunicativo y también empático, entre la familia y los operadores sociales, entre las organizaciones familiares en dificultad por un lado y los servicios de salud o de rehabilitación por el otro.

Antes que nada quisiera focalizar algunos aspectos inherentes a la familia, observar como poder acercarse al lenguaje del genero masculino y femenino, al lenguaje de las generaciones, al lenguaje de la cultura, al lenguaje de la salud y de la enfermedad (Andolfi, Angelo, de Nichilo, 1996).

Estos son los «ingredientes» principales de mi trabajo cotidiano, sea clínico o docente.

Comenzaré afrontando el lenguaje intergeneracional, con la convicción que muchas veces se corre el riesgo de una disminución de significados en el observar el lenguaje entre una generación y otra. Cuando se habla de comunicar, por ejemplo, entre un padre y un hijo, de escucharse, inmediatamente se restablece un código de escucha, una unidad de medida de la comunicación que es aquella propia del adulto, subestimando la voz y las razones del otro, en este caso un hijo, niño o adolescente. El mundo de la psicoterapia es también el de las teorías sistémicas, esas teorías que más que otras han adoptado una prospectiva comunicacional, y ha casi descuidado aquella operación fundamental de traducción de lenguajes diversos, al referirse a sujetos provenientes de diferentes generaciones, y por consiguiente de culturas, conocimientos, experiencias de vida diferentes. Por ejemplo, si se aplican las teorías a la practica más común y se observa como intervenir de hecho en situaciones de dificultad en el interior de las familias, casi siempre nos encontramos frente a definiciones, ejemplificaciones, en donde el sujeto principal del hablar y del escuchar es el adulto.

Mientras cuando hablamos de escucha deberíamos pensar que sobre todo es necesario ser expertos en el comprender idiomas diversos: el idioma del niño, el idioma del adolescente, el idioma del adulto y el del anciano. Y no solo debemos ser capaces de conocer estos diversos idiomas para poderlos escuchar, sino debemos hacer una segunda operación aun más compleja, que consiste en el coligarlas. O sea, que se va configurando una operación de traducción de lenguajes y el mayor problema es que nosotros, los psicoterapeutas, entramos en contacto con esta «estructura multigeneracional» con un rol que muchas veces parece confinarnos en una posición de «adulto crónico», de adulto súper lógico, de profesional, el moverse como profesional, el observar como profesional…, perdiendo así otros aspectos importantes que son nuestra capacidad de sentir, nuestra resonancia emocional, nuestras modulaciones metafóricas que consisten en la capacidad de jugar con realidades «como si».

Por ejemplo, un modo de enriquecer nuestras potencialidades relacionales, es la capacidad de jugar como si fuéramos niños aunque seamos adultos, como si fuéramos mujeres aunque seamos hombres, como si fuéramos ancianos cuando somos adultos y no ancianos.

Creo que la psicoterapia es la capacidad de jugar a ser aquello que nosotros somos, pero también la capacidad de movernos de lugar sin pensar de perdernos a nosotros mismos o a los otros; de pensar por ejemplo como seria si fuéramos aquello que no somos.

Siempre me he quedado muy sorprendido al constatar como tantos profesionales sean tan apegados a las reglas de sus lógicas formales, a la necesidad de permanecer prácticamente adheridos a los propios zapatos sin jamás ponerse en los de los otros. Por ejemplo, frente a un adolescente, que es el ejemplo más emblemático de una potencial comunicación difícil, estamos más habituados a escuchar y a analizar aquello que se nos dice, aquello que se actúa, mas que a prestar atención a aquello que el adolescente no hace, que no dice, que muchas veces es igualmente importante.

El lenguaje, como se sabe, no está solamente compuesto de aquello que es explicitado verbalmente, sino todavía más de aquello que no es dicho; pensemos por ejemplo al nivel de idiosincrasias conyugales que se manifiestan en situaciones de crisis o hostilidad abierta, cuando uno de los miembros dice una cosa con la precisa intención de herir al otro por aquello que no ha dicho, que ha voluntariamente callado, pero que ha tenido efecto de comunicación. Esto para decir que el lenguaje es algo mucho más articulado que las simples palabras que son emitidas y que existe un código mucho más complejo entre lenguaje verbal, lenguaje analógico y silencio.

Nosotros vivimos haciendo preguntas, pero muchas veces las preguntas terminan por no solicitar más algún interés, alguna empatía, por no introducir nada que represente un señal de nuestra curiosidad, de nuestro deseo de acercarnos al otro, es mas, muchas veces las preguntas son propiamente «construidas» para mantener distancia del otro.

Entonces la comunicación se configura como un trabajo complejo en donde es necesario encontrar las piezas – como en la construcción de un puzzle – o, para decirlo como Bateson , los pattern de conexión, para colocar, de este modo, juntas las partes y encontrar al final una configuración que tenga un sentido, un valor propio. Si intentamos analizar las preguntas, vemos que la mayor parte de ellas contienen implícitos, presupuestos de base que muchas veces se fundan en estereotipos sociales, prejuicios o verdaderas actitudes moralistas. 

Basta pensar en un diálogo entre un adolescente y un adulto: muchas veces parece un dialogo entre dos sordos, en el sentido que el adulto dice al joven aquello que se espera que el joven tenga que hacer para su bien, el adolescente dice al adulto aquello que no quiere escuchar del adulto porque piensa que ya sabe aquello que esta bien para él mismo o para ella, pero ambos, al final, se encuentran en una situación de impasse, porque detrás de este especie de forcejeo relacional, existe un sentimiento de grave dificultad: la incapacidad de comunicar y de encontrarse. O tal vez, se piense al fenómeno, aun más frecuente, de tener que encontrar un puente comunicativo en un tercero, basta pensar cuanto la madre tradicionalmente ha hecho de puente entre el hijo y el padre, como si fuera una praxis comunicar a través de un tercero. Hablar o escuchar a través de un tercero puede ser también útil, por ejemplo, cuando los adultos logran hablar entre ellos a través de un niño pequeño.

Desde el lenguaje con al lenguaje a través

Utilizar el triangulo como mecanismo de conocimiento del otro puede transformarse entonces en un elemento de conocimiento, pero muchas veces la comunicación a través de un tercero asume un significado opuesto, es decir un modo a través del cual dos personas que han interrumpido desde hace tiempo el dialogo, buscan un tercero para lograrlo sin lograrlo, porque este ultimo se transforma después en una función rígida, no más en un puente que facilita el encuentro.

Pienso que nuestras preguntas más comunes son descriptivas y no están preparadas para captar nexos relacionales entre las personas, por ejemplo en las comunicaciones telefónicas, o en la vida común, o también en el ámbito profesional, donde somos llevados a pensar que una persona debe expresar sus sentimientos o debe hablarnos de algo que le gusta o no le gusta y por ello sufre o no sufre, y muchas veces por eso se piensa que se deben formular preguntas directas a aquella persona.

Si queremos captar aspectos más profundos y personales de un individuo, podremos preguntar algo sobre aquello que otra persona puede pensar de él o sentir hacia él, en otras palabras no siempre es útil preguntar a A algo sobre A – pregunta directa – sino se comienza a preguntar a A algo que B podría pensar o imaginar sobre A. De este modo, comenzamos a realizar una construcción un poco más interesante, que consiente en entrar en el imaginario, en las fantasías de A – preguntas indirectas (Andolfi, 1991). Por ejemplo, en el caso de un adulto y un adolescente que parecen no estar dispuestos a abrir algún dialogo entre ellos, buscar, de todos los modos posibles forzar la confianza de ellos, puede resultar poco útil. Si en cambio, en presencia del padre, se pregunta a un adolescente de hablar de como el padre resolvía sus dificultades en relación con su familia, cuando tenía su misma edad, nosotros ponemos al adolescente en una posición distinta: fundamentalmente lo ayudamos a salir del vinculo del presente, muchas veces bloqueado, para explorar su mundo imaginario y sus expectativas respecto a un padre que tiene su edad, operación que puede intrigarlo e intrigar al padre mucho más que una realidad que de inmediato avance para desbloquear las dificultades del presente. Si se logran reactivar recursos sobre otros tiempos y sobre otros planos generacionales, se puede, después, volver a descender en las relaciones actuales con más disponibilidad reciproca. Con esta metodología se permite a los sujetos recorrer las generaciones, moverse en modo diverso en el tiempo, se les autoriza a imaginar como eran los padres cuando eran pequeños, como vivía la familia cuando los hijos entraron en sus vidas. Del mismo modo se pude preguntar a un hijo único como se comportaría si tuviera un hermano o una hermana, que podría decir respecto a la familia con la cual vive.

La comunicación se puede entonces alargar muchísimo si nosotros salimos del vinculo de la lógica, del vinculo del problema presente, y logramos hacer mover, en algún modo, a las generaciones.

Recuerdo un encuentro de terapia familiar con tres generaciones en donde estaba presente una abuela, de casi 85 años, que se apoyaba con un bastón con elegancia y autoridad, como si fuera un cetro del poder al interior de la familia. Esta anciana señora se encontraba en aquella edad en la cual se piensa también en morir tarde o temprano. Pues bien, he necesitado de casi media hora o algo mas para permitir a esta señora de hacer una fantasía y de observar a sus «amados desde el alto».

Señora, digamos que tal vez dentro de veinte años, usted. probablemente estará «en el cielo», imaginemos por un momento que no estuviera mas aquí abajo sobre la tierra, que estuviera sobre una nubecita, ¿que vería desde allí?.

¡No sé imaginar!. Respondía la anciana señora.

Señora,¿no sabe imaginar la nubecita o no sabe imaginar que esta familia pueda vivir sin Ud., cuando Ud. no estará más?.

Entonces no solamente se puede regresar atrás en el tiempo e intentar hacer hablar a los niños y a los adolescentes respecto al periodo en el cual no habían nacido; sino se puede también explorar el futuro, porque el futuro es también parte de aquello que uno imagina al presente. La anciana señora, del ejemplo, ¿podrá reflexionar sobre quien podrá tener en puño el cetro cuando ella no este mas? ¿Y los otros, podrán preguntarse que tiene que suceder, a su vez, para sentirse adultos responsables, o también, en relación a que esta función en el seno de este grupo ha disminuido las diferencias entre las generaciones y ha confundido las responsabilidades de los hijos de aquella de los nietos?

Creo que este tema del lenguaje entre las generaciones, el captar los movimientos entre las generaciones, no solo por aquello que son sino también por aquello que podemos imaginar que podrían ser, constituye un óptimo vehículo en el plano de la comunicación.

Los ojos como vehículo transcultural

Hoy, en una sociedad siempre más atravesada por las diferencias, por el multiculturalismo, el problema de la comunicación va mas allá del comunicar entre personas que comparten valores, tradiciones, ritos etc. El problema se traslada entonces sobre como lograr escuchar otras culturas sin perder los rasgos personales constitutivos de la nuestra, o sin obligar a los otros a entrar en las tramas interpretativas de nuestra cultura, de nuestras tradiciones, de como nosotros comemos, de nuestro modo de divertirnos, de nuestro modo de sentir y vivir la familia, de sentir los valores etc.

El tema de la comunicación no puede prescindir no solo de la adquisición de los lenguajes del genero sexual y de las generaciones, sino sobre todo de la capacidad transcultural de aprender el uso de idiomas extranjeros para poder comunicarnos con otros países, sin continuar pensando que sean solo los otros los que tienen que aprender nuestro idioma, en donde por idioma entiendo toda una cultura, una visión del mundo, usos y costumbres diferentes a las propias.

Antes que nada se necesitaría reaprender – y me refiero sobre todo a los psicólogos – a usar los ojos, y no las descripciones o las interpretaciones de las cosas. Los ojos son un fuerte vehículo transcultural, porque ellos están menos estructurados respecto a nuestras modalidades para interpretar los fenómenos o las relaciones. Muy a menudo, cuando enseño a terapeutas en vías de formación, propongo el experimento de observar juntos una sesión videograbadas de un encuentro familiar excluyendo completamente el audio. A través de esta privación del canal acústico se fuerza al estudiante a captar las cosas con los ojos. Si posteriormente son interrogados sobre lo que observaron, pocas personas describen aquello que observaron, generalmente se refieren a aquello que interpretan respecto a aquello que han visto y al final no saben ni siquiera aquello que han visto, porque interpretar las relaciones es así, automático. Uno no ve más a las personas, sus cuerpos en movimiento, sus respuestas emotivas, no ve más si esta en relación a las personas.

Creo que este reotorgar valor al observar sea una modalidad increíble para despejar el terreno de las contaminaciones del prejuicio y de la «psico cosa».

Si en las familias por ejemplo: las distintas generaciones se pudieran ver aun antes de hablar, sin pensar que de inmediato sea necesario intervenir de modo activo para el bien del otro, para proteger al otro, entonces, tal vez a través de la mirada y del silencio se podría obtener una comunicación más eficaz.

Desde hace algunos años a esta parte, pienso que cada uno de nosotros – hablo en particular por aquellos que practican esta difícil profesión de escuchar los problemas de los otros – tendría necesidad de construirse en el tiempo un supervisor interno, es decir una parte de nosotros que tomando una distancia de seguridad dialoga con la otra parte mientras esta ultima se expone en el terreno.

Es obvio que cuando uno es joven busca supervisores externos, busca a alguien que lo ayude, un formador, un tutor, un colega más anciano que teniendo más experiencia diga que se deba hacer, un equipo con el cual compartir miedos y reflexiones, pero superada esta fase del aprendizaje del primer tipo, tal vez, se debería comenzar a pensar a un aprendizaje más sofisticado, correspondiente a la capacidad de poder reconocer mejor la comunicación entre diversas partes de sí. Se trata de ponerse a la escucha de un lenguaje formado por nuestras resonancias emotivas que se transforman a su vez, en señales kinestésicas y psicosomáticas, en señales gestuales, en asociaciones libres entre nosotros y nosotros. Este ejercicio necesita sobre todo un respeto de nuestra persona que es necesario tener presente dentro de nuestra profesión. Muchas veces el respeto de nuestra profesión, sin el respeto de nuestra persona y de sus necesidades y de sus resonancias, se transforma en una función mas bien vacía.

¿Cómo hacer dialogar persona y función? Creo que este es un punto muy importante en el cual trabajar.

Notas

* Articulo aparecido en La cultura dell ’ascolto. Unicolpi, Milan, 1997. Traducido y publicado en el n º 73 de Perspectivas Sistémicas, Septiembre/ octubre del 2002.

1 El Dr. Andolfi es Profesor de la Universidad «La Sapienza» de Roma, Facultad de Psicología, Director de la Academia de Psicoterapia de la Familia de Roma. Italia.
Traducción del Lic. Emilio Ricci, Psicólogo clínico y de comunidad, Terapeuta familiar italo-chileno, formado en la Universidad degli Studi di Roma «La Sapienza». profesor visitante en la Universidad Católica del Norte y encargado de la Unidad de Terapia Familiar (UTF) de la Escuela de Psicología de la UCN, Antofagasta – Chile.

Bibliografía

Andolfi M., (1991), Il colloquio relazionale, A.P.F., Roma.

Andolfi M., Angelo C., de Nichilo M., (compiladores), (1996), Sentimenti e Sistemi, Raffaelo Cortina ed., Milano.

Bateson G., (1984), Mente e Natura, tra. it. Adelphi, Milano.

Boszormenyi-Nayi I., (1988), Lealtà invisibili -la reciprocità en Terapia Fmiliare e intergenerazionale, Astrolabio, Roma.

Di Nicola V., (1990), Tipologia familiare ed epistemologia sistemica, en Terapia Fmiliare, n°32, marzo, I.T.F., Roma.

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