Fragmento
Hace unos años, dos amigos míos, un psicoanalista y una psicóloga, tuvieron mellizos bivitelinos –es decir, no idénticos. Durante una visita que les hice pocos días después del nacimiento me comentaron lo diferente que eran los bebés: uno era sereno, tranquilo, se despertaba con un mínimo escándalo, amamantaba plácidamente y, después de unos minutos, volvía a entra en un sueño plácido; el otro, por el contrario, se despertaba a los alaridos, como atacado por los demonios, y seguía tan agitado que ni podía encontrar el pezón cuando la madre intentaba darle de mamar, se atragantaba con su propio llanto mientras trataba de alimentarse y, llegando un momento de saciedad o quizás de exasperación, escupía el pezón y seguía llorando hasta caer en un sueño agitado y cargado de suspiros.
Mis amigos comentaron: está claro que uno de ellos tiene mucha mayor tolerancia a la frustración que el otro. Quizás uno ya había comenzado a internalizar un pecho bueno, o quizás su monto bajo de impulsos tanáticos lo protegía de transformar su hambre en una experiencia de un pecho atacante; en tanto que el otro estaba probablemente atormentado por su baja tolerancia a la ansiedad, y a merced de un pecho malévolo y destructivo. Como conclusión, habían decidido dar cierta prioridad al bebé agitado, alimentándolo primero y calmándolo lo más posible, ya que el otro parecía poder tolerar una espera sin excesiva desazón.
Pocos días después los visité de nuevo y, conversando acerca de su decisión, confesaron estar sorprendidos de la estupidez de la primera resolución: si hubieran caído en la trampa relacional de atender siempre primero al bebé de conducta problemática, dijeron, ¡estarían recompensado su comportamiento fastidioso y castigado al otro por ser sólo un bebé encantador, arriesgando iniciar un patrón familiar que llevaría a producir un sociópata y un esquizoide abandónico! Por lo tanto, me informaron –en serio, si bien riéndose un poco de ellos mismos—que habían decidido no darle un tratamiento preferencial al bebé agitado, sin complicarse la vida con pecho malo o pecho bueno. Su comportamiento ecuménico iba a ser atender primero un día a uno y otro día al otro.
Voy a ahorrarles el detalle de las oscilaciones que continuaron caracterizando la vida de esta pareja de nuevos padres, ya que mis amigos siguieron alternando por un tiempo su marco de referencia, entre Melanie Klein a ultranza y una mezcla de Skinner y Bowlby
salpicado con sistemas familiares, con el consiguiente cambio frecuente de sus guías de comportamiento.
En última instancia, reconozcámoslo, mis amigos estaban respondiendo a lo que hemos sabido desde hace siglos –aun cuando no lo solemos tener en cuenta en nuestra práctica-, a saber, que los diferentes modos de ser con los que venimos equipados al nacer tienden a conservar su presencia, sin demasiadas variaciones, a lo largo de la vida, facilitadas o desalentadas solo hasta cierto punto por los rasgos del entorno familiar, cultural o socioeconómico que nos aporta la lotería de la vida.
La primera línea de decisión de mis amigos tiene de hecho cierto méritos: existe evidencia de investigación que muestra que los bebés que son más negativos y reactivos se benefician más de un cuidado dedicado, de respuestas contingentes rápidas y de un vinculo de amor seguro (Gunnar y otros., 1996) 1. Pero la segunda decisión también puede ser fundamentada: una investigación complementaria muestra que los bebés que demandan atención, sea de manera positiva o negativa, se desarrollan mejor que aquellos que parecen inhibidos y no lloran -ya los bebés pasivos hacen que los padres 2 se involucren menos- (Grunnar & Nelson, 1994). De hecho, los bebés entrenan a los progenitores tanto sino más que los segundos entrenan a los primeros.
Esta presentación se centrará en la relación entre lo que traemos al mundo y lo que el mundo nos da, entre los genes y el entorno. Este ejercicio interdisciplinario no tendría que ser nuevo para los terapeutas familiares. De hecho, la terapia familiar nació en un entorno interdisciplinario, lista para establecer puentes con distintas formas de conocer, y abierta a tomar prestados y poner a prueba ideas y modelos de otros campos. De acuerdo, puede que hayamos perdido algo de ese ímpetu y fervor juvenil, quizás como resultado inevitable de habernos vuelto una disciplina (¡ecos de Foucault!), con comportamientos demasiado civilizados, visión demasiado limitada, desconfiando de los vecinos, volviéndonos nuestros propios carceleros. Quizás haya contribuido también la herida a nuestra identidad que tuvo lugar cuando la visión sistémica y luego la narrativa dejaron de ser una lente privada de la terapia familiar. Otro factor de profundo trauma puede haber sido la marginalización de las prácticas terapéuticas avanzadas por parte de las prepagas y las obras sociales, y aun exacerbada por la reciente «década del cerebro» del Instituto Nacional de Salud Mental (de los EEUU) y su énfasis en la investigación en neurociencia básica, con exclusión de toda variable psicosocial.
* Presentación plenaria, Conferencia internacional sobre terapia familiar AFTA-IFTA 2005, «Política, comunidad y práctica clínica.» Washington, DC, junio de 2005.
** Profesor / investigador, CNHS e ICAR, George Mason University, Fairfax, Virginia, USA (csluzki@gmu.edu)
1 Otra línea de investigación fascinante acerca del efecto neurológico y comportamental del cuidado maternal así como su efecto sostenido a lo largo de generaciones, esta vez en animales de laboratorio, puede encontrarse en el trabajo de Meany y colaboradores (cf. Fish y otros, 2004).
2 «Padres» y «progenitors,» palabras que uso con frecuencia en esta nota, incluye a ambos géneros. Con todo, de hecho, «padres» suele ser, con gran frecuencia, principalmente «madre»
(Lea el texto completo en Perspectivas Sistémicas Nº 87 en kioscos, librerías o por suscripción).