El futuro transdisciplinario de la terapia sistémica

Artículo reproducido de la revista MOSAICO nº 57, Febrero 2014

SUMARIO

El futuro de la terapia familiar esta indisolublemente ligado a su co-evolución armónica con otras disciplinas del continuum bio-psico-social, incluyendo la epidemiologia social, la neurociencia, la psico-neuro-endocrinologia, la genética y la genómica. Las investigaciones recientes en esos campos han crecido cualitativa y cuantitativamente, generando nuevos interrogantes fascinantes en su interface sistémica con los procesos familiares, ofreciendo a nuestro campo la oportunidad –y tal vez la necesidad– de explorarlos, lo que requiere, con todo, que desarrollemos una postura de apertura y bienvenida al diálogo transdisciplinario.

ABSTRACT

The future of family therapy is tightly linked with its harmonic evolution with other disciplines within the biopsychosocial continuum, including social epidemiology, neurosciences, psychoneuroendochrinology, and genetics and genomics. Research endeavors in those fields are growing exponentially, both quanti and qualitatively, and their rich results are triggering fascinating areas of exploration in the systemic interface with family processes, offering our field the opportunity –even more, the necessity—to welcome a transdisciplinary conversation. 

Esos eran los mejores tiempos, esos eran los peores tiempos, la 
edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias 
y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; 
la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación.
Historia de dos Ciudades
Charles Dickens (1859) 

La terapia familiar, parte del territorio conceptual de las ciencias sociales y del comportamiento, tuvo sus orígenes no muy remotos nutrida (y, en cierta forma, generada) por la eclosión de lentes cualitativamente novedosas tales como la teoría de la comunicación y de la información, la cibernética, la lingüística, la antropología estructural, a veces en combinación, y a veces en oposición, con el paradigma psicoanalítico. Con todo, una vez dados sus primeros pasos, y más aun al llegar a su adolescencia –y comportándose como tal–, este híbrido extraño entre las humanidades y ciencia que es la terapia familiar continuó su evolución no solo como si fuera un territorio independiente –cosa razonablemente necesaria por un periodo dado de su crecimiento, en el desarrollo de su identidad profesional–,  sino auto–alimentado, desplegando una arrogancia insular que asegura batallas entre enfoques y escuelas –pequeños territorios suelen generar batallas campales–, así como el empobrecimiento que resulta de su alienación del rico vecindario multidisciplinario.   

En lo que a la banalidad de batallas internas se refiere –y no puedo evitar la tentación de remitir al lector a un viejo artículo mío en el que me burlo de estas luchas (Sluzki, 1983) –, merece traerse a colación un meta–análisis llevado a cabo hace ya mas de quince años por un equipo de investigadores de la Universidad de Madison que generó una controversia saludable cuando fue publicado (Wampold, Mondin, et al., 1997; ver también Messer y Wampold, 2002), en el que fueron analizadas de manera acumulada múltiples investigaciones que comparaban los resultados terapéuticos de diversas escuelas de psicoterapias. Los autores llegaron a la conclusión de que, empíricamente, “todas merecen un premio,” (3) manera indirecta de aludir a la heterogeneidad de premisas, metodologías y variables dependientes que encontraron cuando intentaron meta–analizar la plétora de investigaciones a las que tuvieron acceso acerca de resultados en psicoterapia.

Quince años después, el panorama de las terapias y de su efectividad se parece más aun a esa carrera con reglas arbitrarias a la que esos autores aludieron irónicamente en su artículo. Cabe exceptuar de esta afirmación a aquellas evaluaciones que usan como indicador síntomas específicos tales como “pánico con agorafobia,” y la posible mejoría es medida, por ejemplo, con cambios en la Escala de Hamilton para la Ansiedad (e.g., Lueken, Straube, Konrad et al, 2013.) Merece agregarse que, en la mayoría de estos estudios, cuando comparan la mejoría producida por la terapia con las mejorías de quienes están solo en lista de espera, la ventaja de la terapia es sorprendentemente modesta.

De hecho, parafraseando a mi vez el párrafo inicial de la novela “Historia de dos Ciudades” (Dickens, 1859) que cito en el acápite, estos son los mejores tiempos y estos son los peores tiempos en el vasto campo de nuestro quehacer profesional. 

Los mejores tiempos
Argumentos a favor de los “mejores tiempos” incluyen el que, si bien siguen presentes los feudos regidos por intereses comerciales, la gran mayoría de las terapias familiares, usen o no un lenguaje sistémico para su descripción y prescripción, y se definan explícitamente o no como breves para su práctica, han solidificado sus bases conceptuales e intentado, con cierto éxito, desarrollar metodologías consensuales para su práctica, más allá de la mera intuición o la falta de autocrítica. Ha contribuido de manera importante a este aumento de la apertura del diálogo entre orientaciones el desarrollo de los modelos basados en la narrativa, que atenúan las fronteras entre el mundo interno y el mundo interaccional, entre individuo y sociedad, y entre la certidumbre acerca de la realidad a la luz de las premisas construccionistas. Además, las terapias familiares –generalmente breves en la práctica– se ha expandido substancialmente a muchos servicios de salud mental públicos, aumentando la eficacia de la prestación de servicios sin disminuir la calidad de dicha prestación. 

Los peores tiempos

Con todo –la sombra de los “peores tiempos” comienza a asomar–, las afirmaciones del párrafo anterior tienen aun una base claramente ideológica, ya que no puedo ser sostenidas por evaluaciones empíricas de envergadura que muestren la idoneidad comparada de esas metodologías ni la eficacia de esa prestación –con la importante excepción de evaluaciones  tales como las evaluaciones de la efectividad de las terapias cognitivas para la reducción de síntomas específicos (claro que esta efectividad suele haber sido comparada con lista de espera, no con otras formas de psicoterapia.) 

A la alforja de los “peores tiempos” debe agregarse otros factores, a saber:

  • La reducción de la responsabilidad social que acompaña al desplazamiento político hacia la derecha en prácticamente todo el mundo durante el ultimo decenio ha reducido los presupuestos nacionales y regionales dedicados a los servicios públicos, inclusive la salud mental, por lo que la buena nueva del aumento de los servicios dedicados a la población de escasos recursos se contrapesa con serios problemas de acceso a dichos servicios, en tanto que el aumento del costo del sector privado los pone fuera del alcance de buena parte de la población.
  • La crisis económica que afecta a grandes sectores de la población en muchos países del mundo occidental ha reducido la demanda de servicios de salud tanto en el sector publico como el privado –el aumento del desempleo lleva a muchos a postergar por razones económicas toda consulta evaluada como no crítica, y a recurrir, cuando lo son, a servicios de emergencia–, complicando tanto las vicisitudes de las crisis como las vicisitudes económicas de los profesionales, en particular los más jóvenes.
  • En muchas partes del mundo, una plétora de compañías con fines de lucro –me refiero a las organizaciones de managed care–, con el argumento de evitar los excesos,  se han colocado estratégicamente en la economía de la interface entre los fondos de salud y los usuarios, reduciendo el acceso a los usuarios, reduciendo el pago por tiempo y burocratizando a los proveedores, dictando límites y métodos de tratamiento… y metiendo en su propio bolsillo una buena tajada.
  • Agreguemos a esto el mínimo acento que reciben los programas de prevención en las políticas de salud mental, así como el bloqueo a todo cambio estructural cuando no una regresión a políticas públicas más conservadoras, apoyadas por intereses con mucho poder económico y, por lo tanto, político, tales como la industria farmacológica.
  • La riqueza de los estudios genéticos y epigeneticos, en la neurociencia, y en los procesos neuroendocrinos de los últimos veinte años, así como la fascinación que han generado no solo en la comunidad científica, sino en los medios de masas, han generado una ilusión de que esos estudios conducirán a la causa última de los problemas psiquiátricos y de las relaciones interpersonales. Si bien estos avances serán citados más abajo como una apertura hacia “los mejores tiempos”, de hecho esta plétora se acompañó de una reducción drástica en fondos para la investigación de las ciencias del comportamiento en las instituciones que han apoyado en el pasado el mayor número de investigaciones en áreas de la salud mental, tales como el NIMH. 

Pero no le echemos toda la culpa al mundo que nos rodea. Un quantum de autocrítica es no solo necesaria, sino saludable. 

  • La eficacia y efectividad de los tratamientos que ofrecemos son, en la mayor parte de los casos, a lo sumo modestos (si bien ocasionalmente milagrosos –en el sentido de que suelen ir más allá de nuestras predicciones, y más acá de nuestras explicaciones.)  
  • Nuestra producción bibliográfica –inclusive la de quien escribe estas paginas!—suele establecer muy poca distinción entre aserciones puramente conceptuales o bien atribuciones causales, y validaciones empíricas que las sostengan (4)
  • Quienes están dedicados a la práctica clínica suelen carecer de formación metodológica que les permita generar investigaciones rigurosas (con la excepción de las simplificaciones frecuentemente excesivas de las terapias conductuales), y esa carencia tiende a expresarse como resistencia a llevarlas a cabo, más que como esfuerzos para organizar equipos multidisciplinarios probos (5)
  • Las investigaciones sistémicas son metodológicamente muy complejas y, con frecuencia, de larga duración.

El tiempo puede estar despejando
El listado de los “peores tiempos” contiene en su texto la semilla de una nueva era para la terapia familiar: los desarrollos en genética, epigenética y en genómica, los descubrimientos acerca de la plasticidad neuronal, y, en términos generales, los avances en neurociencia que están ocurriendo a nuestro alrededor disciplinario están indisolublemente ligados a una concepción holística, sistémica, del ser humano–en–contexto, base de nuestra disciplina.

Para ello, es necesario rever y cuestionar la  mitología de nuestro foco  autonómico, visitar algunas de las áreas vecinas (muchas de cuyos habitantes puede que se muestre tan territoriales y hostiles a nuestra visita como nosotros nos hemos mostrado a la de ellos), y, enarbolando la bandera pacifista e integradora de la interdisciplina,  explorar áreas de posible interpenetración conceptual y pragmática en investigaciones sistémicas.

La cuestión de la interpenetración es compleja, ya que requiere un esfuerzo de integración multidimensional –en la que exploramos la extraordinaria orquestación de procesos neurofisiológicos, epigeneticos, neuroendocrinos, evolutivos, psicosociales, y socio epidemiológicos– incluyendo, sí, las dinámicas familiares. El hacerlo requiere reuniones inter–tribales en las cuales, tal como las ceremonias aborígenes de encuentro, intercambiamos y nos familiarizamos con lentes y lenguajes un tanto discontinuas en sus orígenes (6), a la vez que luchamos contra nuestra tentación de definirnos como la causa y todo lo demás como un efecto… o viceversa. Cambiando metáforas a medio camino, imaginaos escuchar una sinfonía y preguntarnos “¿quién sigue a quién, los violines a los cellos y los oboes, o al revés?” Pregunta tonta si queremos gozar del concierto, ¡pero tentadora, y aun a veces pertinente para momentos de la sinfonía en que uno u otro instrumento toma la lid!

Permítaseme conducir una visita guiada de algunas de nuestras tribus vecinas y ofrecer, de manera extremadamente somera e incompleta, un muestrario de avances espectaculares en algunos de esos territorios, subrayando su complementariedad con nuestro mundo centrado en los procesos interpersonales. Lo hago en tren amistoso, evitando disputas territoriales y la tentación mencionada más arriba de supeditar esos territorios al nuestro, o, por el contrario, de definir al campo “psi” como supeditado a los substratos neurobiológicos (7) o a las variables macrosociales.

Veamos, en primer lugar, la plétora de información ofrecida por las investigaciones en el campo de la epidemiologia social, disciplina que correlaciona datos del contexto con salud, enfermedad y mortandad. Al respecto, múltiples estudios han demostrado el impacto de atributos sociales tales como la integración social, la cohesión social, el capital social, el apoyo interpersonal, las condiciones de trabajo, la desocupación, la jubilación, la discriminación (de género, racial, de orientación sexual, de otros atributos), y la opresión política, medidos aisladamente o en estudios multinivel, en la salud, la capacidad de recuperarse de enfermedades, y la supervivencia de los individuos. Y esta asociación esta mediada en parte por la red social personal, en especial la familia (Berkman y Kawachi, 2000; Kawachi & Berkman, 2003; Cohen, Underwood & Gottlieb, 2000; Sluzki, 1996; y otros.) Y algunos de los mecanismos de esa mediación están siendo explorados de manera integrativa (ver, e.g., Uvnas-Moberg, 1997), incluyendo el efecto salutógeno de las relaciones afectuosas (e.g., Holt-Lunstad, Birmingham & Light, 2008; Foyd, Boren, Hannawa et al, 2009; Grewen, Girdler, Amico et al, 2005)  

La extraordinaria riqueza de datos que fluyen de este tipo de investigaciones abre caminos y genera preguntas interdisciplinarias que nos competen, tales como, por ejemplo, ¿Cómo tiene lugar dicha mediación? ¿Cómo se da que una familia opera como neutralizador de efectos negativos del medio y otra sucumbe a estos? Y ¿que políticas de salud pueden proponerse para incrementar el efecto mediador?  Y tantas más.

Pasemos a mencionar, dando un salto a otro vecindario, las investigaciones epigenéticas (es decir, la modificación de los efectos genéticos por el medioambiente); más específicamente, el impacto recíproco entre proclividad genética y medio familiar. Algunas investigaciones alojadas en esa interface constituyen un modelo de exploraciones que intentan descifrar el peso de lo genético y de lo medioambiental (y para una exploración en profundidad acerca del impacto potencial de estudios genómicos en la salud mundial, ver WHO Committee on Health Research, 2002.) Merece mencionarse, en especial, estudios acerca de fratrias que exploran variables que hacen tanto a la similitud como a las diferencias entre hermanos (Reiss, 2000), así como aquellas centradas en niños de riesgo elevado de proclividad hacia la esquizofrenia (hijos de una madre con diagnóstico de esquizofrenia, lo que estadísticamente decuplica la probabilidad), adoptados y criados por familias sin patología especifica en su pedigrí– en las que se comprobó que la proclividad genética solo se expresa en aquellos hijos adoptivos de “riesgo elevado” adoptados por familias cuya interacción las ubica en el extremo de rasgos de rigidez o de caoticidad interaccional (Tienari, Wynne & Wahlberg, 2006; Wahlberg, Wynne, Hakko, et al., 2004); Wynne, Teniari, Neiminen et al, 2006; Wynne, Tienari, Sorri, et al, 2007; Sluzki 2007a y 2007b.) También merecen ser incluidas en este sector las investigaciones acerca de mellizos univitelinos (Segal, 2012) separados al nacimiento y criados por diferentes familias –mellizos con semejanzas asombrosas y diferencias igualmente asombrosas, producto de la diferencia del contexto familiar de crianza.  

Esas investigaciones dan una idea acerca de estrategias de investigación, que puede aplicarse a tantos otros campos del comportamiento, amalgama de lo heredado (como proclividad) y de lo incorporado en el mundo social familiar y luego extrafamiliar.

Visitemos ahora someramente los estudios endocrinos, vecinos desde cierto punto no novedosos, ya que las hormonas aparecen en nuestras metáforas cuando no en nuestra existencia con frecuencia (ver al respecto, por ejemplo, la contribución panorámica importante de Wolkowitz y Rothschild, 2003.) Con todo, más allá de la metáfora y la endocrinología tradicional, las investigaciones que correlacionan fluctuaciones endocrinas y conducta social en una u otra dirección están aún en sus comienzos.

Tomemos como ejemplo investigaciones que muestran que los niveles de estradiol en las mujeres permite predecir mayor atracción por rasgos de hombres que despliegan rasgos de masculinidad asociados a la testosterona cuando las mujeres están  próximas a ovular que en cualquier otro momento del ciclo menstrual. Esto sugiere no solo que las mujeres poseen diferente interés en el apareamiento en diferentes momentos de su ciclo menstrual – información que tal vez ya es conocida, dada su expresión pragmática en la vida de mucha gente–, sino que existe también una fluctuación en cuáles rasgos les resultan más atractivos. A su vez, los hombres con testosterona más elevada tienen mayor éxito con las mujeres (medido en número de diferentes mujeres por mes) que los de testosterona más baja –lo que puede que concuerde con rasgos físicos más atractivos o bien que los primeros son más insistentes en su cortejo de apareamiento y mejores para detectar mujeres en ovulación.)  (Peters, Simmons, y Rhodes,2008;  Roney & Simmons, 2008)–. De hecho, existe actualmente la propuesta de que el beso es no sólo un acto de comunión de interés, amor o intención, además de un estimulante de la circulación en la pelvis activado por feromonas, sino que también es un vehículo para el intercambio de información acerca de estado de salud (vía, por ejemplo, de la halitosis), sino también acerca de dominancia de hormonas en circulación (ver, e.g., Floyd, Boren. Hannawa, et al. 2009.) A su vez, para agregar un nivel de imbricación, todo indica que el desarrollo de empatía en los estadios tempranos del amor romántico se ve facilitado o dificultado por variables acumulativas en los aleles de los genes ligados a los receptores de oxitocina (ver, e.g., Schneiderman, Kanat-Maymon, Ebstein et al, 2013.) 

Si bien estas investigaciones establecen cierta direccionalidad, se trata de estudios que no exploran la direccionalidad opuesta, o los procesos de interacción entre direccionalidades, todo lo cual esta abierto a la exploración, incluyendo, por ejemplo, la posibilidad de estudiar cambios hormonales generados por intervenciones terapéuticas en parejas. 

En lo que se refiere a la manera en que la arquitectura hormonal contribuye a regular los comportamientos parentales, el rompecabezas de combinaciones hormonales se aclara un tanto cuando se estudia el equilibrio variable entre impulsos de apareamiento e impulsos de nutrición y cuidados, y la agresión entre antagonista y protectora. Por ejemplo, se ha comprobado que los niveles de testosterona tiene un efecto modulador del equilibrio entre el impulso procreativo (de apareamiento sexual) y el de cuidado de los bebés. En mujeres, la testosterona es más elevada en mujeres solteras que en las casadas, y, si bien es aún más bajo cuando dan a luz, aumenta a medida que sus bebés crecen, especialmente más allá de los 3 años (Barrett, Tran, Thursdon et al., 2013.) A su vez, la testosterona se reduce en los hombres en pareja cuya mujer ha tenido un bebé, y aún mas si estos proveen cuidados al bebé (Gettler, McDade, Feranil et al, 2011.) Con todo, la testosterona circulante aumenta con el llanto del bebé –muy a tono con una reacción de agresión defensiva (van Anders, 2013). Pero el efecto hormonal es más complejo, ya que otras hormonas entran en juego. Por ejemplo, es sabido que la prolactina es más elevada en las mujeres que acaban de dar a luz, ya que esta hormona estimula las glándulas mamarias. Pero ocurre que, a su vez, en los hombres el nivel de prolactina es más elevado si están en pareja estable que si no lo están, y aún más elevados en aquellos con niños pequeños (Gettler, McDade, Feranil,  et al. 2012; van Anders, 2013; van Anders, Goldey  & Kuo, 2011) (6)
Introduzcamos aquí un par de interrogantes, para estimular la imaginación de investigadores potenciales: ¿Habrá diferencias en esta danza hormona en parejas de padres que se llevan bien en comparación con aquellos en parejas contenciosas? Y, ¿sería posible detectar cambios correctores de desequilibrio recíproco en el curso de un proceso terapéutico exitoso?    

Las fluctuaciones hormonales operan, ya ha sido documentado previamente, en terrenos que han sido orientados por experiencias emocionales previas. De hecho, la correlación estrecha entre experiencias negativas en la infancia, duración de la lactancia en mujeres, depresión puerperal y variaciones hormonales ha sido bien documentada. Lo que se ha agregado en estudios muy recientes es que esa asociación esta moderada, o tal vez mediada, por la presencia de un polimorfismo de un nucleótido específico, es decir, por una proclividad genética específica (Jones, Mileva-Seitz, Girard y col., 2013).

Merecería evaluar la carga genética –en términos de proclividades—en pacientes que han respondido a la terapia en comparación con aquellos inmunes a dichos cambios en contextos vitales específicos.

Pasemos ahora a mencionar someramente algunos de los muchos estudios recientes acerca de lo que Eric Kandel llamó, en un libro reciente de extrema importancia (Kandel, 2005), la “biología de la mente.” Durante los últimos 200 años se han publicado muchos estudios que asocian rasgos específicos del comportamiento con estructuras cerebrales –desde el auge de la Frenología en el siglo XIX, con sus mapas cerebrales que especificaban áreas para cada emoción, virtud y vicio, hasta los mapeos más recientes de localizaciones cerebrales con MRI funcionales. Merece subrayarse que muchos de los estudios neurobiológicos actuales  –dejando de lado aquellos que analizan el efecto de lesiones cerebrales específicas en el comportamiento humano– no aspiran a especificar causa y efecto ni supeditación (más allá de los estudios de lesiones cerebrales específicas que determinan áreas de procesamiento, tales como el área occipital donde se procesa la visión o el área de Broca donde se procesa parte del lenguaje), sino solo establecen correlación. Con todo, algunas investigaciones recientes acerca de la neuroplasticidad permiten establecer cierta direccionalidad interesante. Al respecto, merece traerse a colación los ya famosos estudios mediante resonancia magnética funcional en conductores de taxímetros de Londres (Maguire, Woollett & Spiers , 2006; Woollett, Maguire, 2011).  El primer estudio de la serie comparó conductores de taxis con conductores de autobuses de esa ciudad. Eligieron estas dos muestras porque un requisito para obtener licencias de conductores de taxis en Londres es el de seguir un entrenamiento riguroso, que dura entre 3 y 4 años, en el que los candidatos deben memorizar en detalle el trazado extremadamente complejo de calles, callejuelas y atajos de esa capital –ciudad que, dada su existencia desde tiempos remotos, constituye la antítesis de un trazado urbanístico razonable. En este estudio, la muestra control consistió en conductores de ómnibus de esa ciudad, los que, si bien están igualmente expuestos a las tensiones y experiencias irritantes del transito urbano, siguen solo unas pocas rutas fijas y sus requerimientos de memorización son mínimos. En estos MRI funcionales, los conductores de taxis presentan un aumento de espesor cortical –un incremento estructural de materia gris– en la parte medial posterior del hipocampo en comparación con los de la muestra control, una vez homogeneizadas otras variables. Aun más, ese volumen aumenta a medida que aumenta su experiencia. Esta comparación permitió descartar como variable el stress del manejar en la vía publica –comparable en ambas muestras— y establecer que, con toda probabilidad, la investigación permitía señalar la localización neurofuncional de representaciones espaciales complejas. Un segundo estudio comparó los MRI funcionales de conductores de taxi antes y después de su entrenamiento y, una vez más, a mayor entrenamiento, mayor el espesor de la material gris en esas zonas cerebrales específicas. 

Esa investigación provee una evidencia importantísima acerca de la neuroplasticidad, y nos permite vislumbrar la viabilidad de cambios estructurales a través de la experiencia –indicando que la experiencia modifica la conectividad de áreas cerebrales asociadas de una u otra manera a las mismas. 

Aun más, estudios muy recientes con la misma orientación (Heim, Mayberg, Mletzko, y col. 2013), produjeron resultados no solo intrínsecamente fascinantes, sino relevantes de manera directa con nuestra práctica profesional. Cuando se compara el MRI funcional de mujeres adultas que han sido abusadas sexualmente de manera repetida o traumática en la infancia con el de mujeres sin esa historia, las primeras muestran una reducción del espesor de material gris en zonas que corresponden a la representación somato–sensorial de áreas genitales en la corteza cerebral. Considerando la mayor frecuencia de disfunciones sexuales en mujeres víctimas de abuso sexual durante la infancia, estos estudios proveen una muestra adicional de la neuroplasticidad durante el desarrollo en función de la experiencia, en una suerte de adaptación cortical que, diría interpretativamente, protege a la niña del procesamiento sensorial de experiencias de abuso, alterando la representación cortical de manera muy específica. Esta misma adaptación defensiva tiene el inconveniente de traducirse, en la vida adulta, en una prevalencia mucho mayor de disfunciones sexuales –anorgasmia, dispareunia, promiscuidad– durante la vida adulta. Y la especificidad es tal que, cuando se compara esta muestra con otra de mujeres que han sido víctimas de abuso emocional pero no sexual durante la infancia, estas últimas no presentan reducción del espesor –es decir, del número y complejidad de las conexiones—en esa área, sino en otras áreas cerebrales que se consideran asociadas con auto–evaluación y auto–percepción. 

Estas investigaciones proveen evidencia empírica acerca de la neuroplasticidad del cerebro, iluminando procesos neurofuncionales que asocian experiencias traumáticas durante la infancia con disfunciones en la vida adulta, un supuesto de base frecuente en nuestra actividad profesional. 

Dada esta evidencia, interrogantes que merecen ser explorados incluyen,  entre muchas otros, si la actividad terapéutica con pacientes que han sufrido en la infancia abuso sexual o abuso emocional, actividad que, con frecuencia, incluye una activación de las conexiones entre esas experiencias y sus correlaciones emocionales hasta entonces bloqueados, se refleja en un aumento del volumen de substancia gris –un enriquecimiento de las conexiones neuronales—de esas zonas. Y, si esto ocurre, ¿se correlaciona de alguna manera estable con éxito terapéutico, o es solo una evidencia de una suerte de re-traumatización? En términos más generales, ¿cuáles son los correlatos neurofuncionales, si es que los hay, en los procesos terapéuticos exitosos? ¿Se puede “medir” el éxito terapéutico al nivel neurofuncional?
Pasemos a discutir someramente una línea de investigación que está siendo ya incorporada a la retórica de nuestro campo profesional. Me refiero al descubrimiento llevado a cabo por investigadores de la Universidad de Parma (Rizzolatti & Craighero, 2004; Gallese & Sinigaglia, 2011; ver también una actualización en Hunter, Hurley & Taylor, 2013) acerca de las neuronas–espejo, un sistema funcional que parece replicar no solo las acciones del otro y, por lo tanto, el aprendizaje por imitación, sino el significado de las acciones, permitiendo la construcción del mapa mental del otro, es decir, de la intersubjetividad. Estudios con personas diagnosticadas como autistas y, en menor grado, como Asperger,  muestran una marcada carencia de ese sistema funcional. Con todo, todos ellos demuestran reacciones empáticas emocionales, con frecuencia con animales. Al respecto viene en nuestra ayuda una diferenciación propuesta por investigadores interdisciplinarios de la Universidad de Haifa (Shamay-Tsoory, Aharon-Peretz & Perry, 2009; Shamay-Tsoory, 2011),quienes parecen haber demostrado la existencia de dos neuro–sistemas independientes correspondientes a la distinción entre las dos modalidades de empatía conocidas como empatía emocional y empatía cognitiva, la primera ligada al sistema de neuronas espejo, con un substrato anatómico y una edad filogenética más antiguo del de la segunda. Estudios con pacientes con lesiones cerebrales focales en diversas áreas tienden a confirmar tal suposición.
Estos estudios fascinantes acerca del sistema de neuronas espejo han sido popularizados en el mundo ‘psi’ de una manera inusitada y, utilizados con frecuencia en asociaciones hipotéticas, como si mencionarlos nos vistiera con unos ropaje más creíbles o más científicos, con la complicación de que con frecuencia ha contribuido a asumir erróneamente que los substratos neurofuncionales son “los procesos subyacentes,” es decir, las “verdaderas bases”. Por otra parte, la exploración interdisciplinaria en ciernes acerca de estos procesos abre puertas inusitadas de extrema riqueza.

La imbricación sistémica entre los procesos macro sociales, interpersonales, genéticos y neuroendocrinos es profunda, y los avances parciales en cualquiera sus interfaces adelantan nuestro entendimiento acerca de esa articulación entre niveles de análisis. Con todo, esta perspectiva nos obliga a desarrollar y mantener una lente sistémica de extrema complejidad, ya que cada nivel de proceso afecta y es afectado por los otros, en un concierto armónico, tanto en su equilibrio como en su desequilibrio, aun cuando en momentos clave uno u otro de estos niveles puede que adquiera dominancia sobre los otros. Nuestra responsabilidad como profesionales es no perder de vista la orquesta aun cuando pongamos la atención en un instrumento.  

Esta afirmación vale tanto si centramos nuestra actividad predominante en la clínica, en la militancia institucional, o en la investigación –distinción también artificial ya que, como clínicos, debemos ser investigadores permanentes tanto acerca de modelos como de interfaces como de efectividad,  así como empujar nuestras instituciones (aun cuando estas consistan en un consultorio aislado) en direcciones de responsabilidad social, y otro tanto si nuestro énfasis está centrado en la responsabilidad institucional o en la investigación.  

Encerrarnos en nuestra caparazón disciplinaria e interactuar solo con quienes hablan nuestro mismo idioma y operan con nuestras mismas premisas, puede que nos ofrezca la práctica de mantenernos como seres pensantes, pero corremos el riesgo de habitar solo en una cosmogonía confirmatoria, solipsista. 

Nosotros, los terapeutas familiares y los terapeutas breves ya no somos el nuevo niño en la familia de las ciencias del comportamiento, bebé que se puede dar el lujo de ser el centro de atención y la estrella del show. Si nuestro quehacer central es la práctica clínica –como es el caso en la mayoría de los terapeutas familiares, requiere que mantengamos o desarrollemos una práctica crítica, políticamente comprometida así como actualizada, que explore áreas grises de nuestro quehacer con la misma curiosidad cálida con la que exploramos áreas ambiguas, problemáticas, excluidas u oprimidas en las narrativas de nuestros pacientes; que pesque por la cola nuestras teorías de la acción y otras intuiciones clínicas y las transforme en interrogantes claros, pasibles de ser traducidos en investigaciones rigurosas, articuladas con las de disciplinas afines. Es menester también que abramos el diálogo con nuestros vecinos, y que organicemos proyectos transdisciplinarios que amplíen la óptica sistémica más allá de los confines habituales de nuestro campo “familia.”

Una practica inquisitiva, autocrítica, abierta al diálogo transdisciplinario (y políticamente comprometida, argumento no discutido en este artículo pero de igual importancia), nos asegura una vida profesional más complicada que la que nos ofrece la ilusión de que nuestro mapa territorial es el mapa del universo, pero definitivamente plena de desafíos fascinantes.

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Notas

Artículo reproducido de la revista MOSAICO nº 57, Febrero 2014

Presentación plenaria de clausura, XXXIV Jornadas Nacionales de Terapia Familiar, 
Federación Española de Asociaciones de Terapia Familiar, Palma de Mallorca, Noviembre de 2013 

Profesor, Departamento de Salud Global y Comunitaria, y Escuela para el Análisis y la Resolución de Conflictos, Universidad George Mason, Fairfax y Arlington, Virginia; y Profesor (Clínico), Departamento de Psiquiatría, Escuela de Medicina de la Universidad George Washington, Washington, DC, USA. (csluzki@gmu.edu

(3) Los autores usaron intencional y explícitamente una frase de un personaje de Alicia en el País de las Maravillas (Carroll, 1856), el pájaro Dodo, quien, después de evaluar una carrera en la que cada corredor podía elegir su propio punto de partida, su curso y su meta, informó generosamente que todos los corredores merecían recibir un premio. 

(4) No intento decir con eso que las primeras son negativas, sino que no llaman a su verificación, por lo que pueden catalogarse de incompletas cuando no de mistificantes. 

(5) Esta aserción requiere reconocer importantes excepciones, tales como las mencionadas en revisiones tempranas (e.g., Jacobson & Addis,1993), y recientes (Gurman, 2011) acerca del tema, y volúmenes sustantivos tales como Sprenkle & Piercy, 2005, y Sprenkle y Chanail, 2012, Debo aquí hacer pública mi familiaridad con las publicaciones de autores anglófonos así como mi ignorancia acerca de la producción de investigadores europeos, lo que sesgará mis referencias y dejará de lado, estoy seguro, muchas publicaciones meritorias, a cuyos autores pido perdón por no incluirlos en mi somera reseña. 

(6) Lidiando a veces con nuestra envidia por el idioma más preciso de las así llamadas ciencias duras, y en otras con la envidia de nuestros vecinos acerca de la capacidad poética del lenguaje de nuestra disciplina. 

(7) Como lo hizo sin tapujos hace pocos años quien era para entonces director del Instituto Nacional de Salud Mental de los EEUU, en una nota titulada “Entendiendo los trastornos mentales como trastornos de circuitos.” (Insel, 2010)

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