Especial para lanacion.com
Miércoles 2 de setiembre de 2009
Aunque poco se sabe de su vida personal (objeto de conjeturas, sátiras, envidias o admiración), en la espléndida Atenas del siglo V antes de Cristo, Sócrates se convirtió en uno de los pilares de la filosofía de Occidente. Lo hizo sin haber escrito nada y, en buena medida, a través de los extraordinarios textos de su discípulo Platón. Sócrates se rebeló contra el relativismo de los sofistas, capaces de hacer parecer verdadera a cualquier declaración, y se propuso encontrar conceptos universales que definieran y dieran existencia práctica, real, vivencial a temas como la virtud y la moral. El único modo de conocer el bien es practicándolo, sostenía.
Hijo de un escultor y una comadrona, recorría los mercados y las calles de Atenas, poniendo en práctica su sistema de enseñanza, que él comparaba con la tarea de su madre. Ella ayudaba a parir niños y él se proponía hacerlo con la verdad. Ese método, la mayeútica, consistía en esparcir preguntas que cuestionaran las creencias y afirmaciones del interlocutor.
Sócrates insistía una y otra vez en el interrogante. Antes que refutar, prefería instalar una nueva pregunta que debatiera la respuesta anterior y, por ese camino, llevaba a sus oyentes a definir conceptos hasta entonces ausentes u ocultos. Así desnudaba las diferencias entre opinión y conocimiento, entre habladuría y verdad.
Hacer preguntas es siempre un apasionante modo de ampliar los horizontes de la razón y de la conciencia. Impide adormecerse en la fácil aceptación de una declaración que puede parecer convincente, pero tiene fundamentos endebles, que se emite con aparente autoridad, pero que ofrece numerosos y legítimos flancos a la duda.
La pregunta como herramienta de reflexión y de conocimiento, puede ser incómoda, irritante, inquietante, pero es siempre apasionante, movilizadora, reveladora. Nos obliga a permanecer despiertos, se niega a la pereza del pensamiento, abre horizontes en donde la aceptación ciega, la indolencia, el miedo, la ignorancia y la obsecuencia los cierran. La pregunta, decía Sócrates, convierte al filósofo en un tábano. Y esa es su función, tanto como la del intelectual.
El fallo emitido el 25 de agosto por la Corte Suprema de Justicia de la Nación invita, e incita, a la formulación de numerosas preguntas. ¿Qué quiere decir «estupefacientes», por ejemplo? Para algunos lo es la marihuana, para otros el alcohol, para algunos el opio, o la heroína, o el sexo, o el juego, o los psicofármacos, o acaso hierbas como la melisa, el tilo o la valenciana. Hay sustancias que actúan como estupefacientes en todos los organismos y hay otras que lo hacen en algunos sí y en otros no. ¿Por qué habría que adivinar lo que la ley no dice, o sea que los jueces quisieron decir «marihuana»? ¿Si los jueces hablan por sus fallos, no es lógico esperar que hablen con claridad? ¿Por qué dejar que sólo los telépatas tengan acceso a lo que de veras dice la ley?
¿Qué significa no afectar a terceros? ¿Cuál es el umbral de la privacidad, cruzado el cual los actos ya no son privados? ¿Padres que bajo el efecto de «estupefacientes» abandonan sus funciones, arriesgan sus trabajos y el pasar de sus familias, afectan o no a estos terceros? Los miembros de una familia afligida emocional, afectiva, psíquica o económicamente por la adicción de uno sus miembros, ¿son terceros afectados? ¿Una persona asesinada por alguien que consumió estupefacientes en un espacio privado y luego salió a robar con un arma, es un tercero afectado o aquel acto privado deja al asesino a salvo?
¿Cuál es la cantidad mínima no punible para consumo personal? ¿Se podría, de la misma manera, decidir cuál es la cantidad de alimento que sacia el hambre o el apetito de cada persona, o la cantidad de agua que cada quien requiere para su sed? ¿Cuál será el novedoso implemento que le permitirá a un policía primero y a un fiscal o a un juez después decir que una determinada cantidad excede o no el «consumo personal»? ¿No tiene un sesgo autoritario el decidir sobre el organismo ajeno? ¿Y si hay quien, voraz, acostumbra a consumir «personalmente» un kilo de «estupefacientes» y otro, austero, se satisface con dos gramos? ¿Basta de veras con que la tenencia «no sea ostensible» para que no resulte punible? ¿Y qué ocurre si no es ostensible la tenencia o el consumo pero sí sus consecuencias? ¿Si alguien, por ejemplo, no exhibió los «estupefacientes» que consumió en privado, pero bajo su efecto conduce un auto y provoca un accidente fatal, se tratará de un simple evento de tránsito en que la droga nada tuvo que ver?
Imaginemos que Sócrates camina por las calles de Buenos Aires y continúa haciendo preguntas. ¿Si es legal poseer una pequeña cantidad para consumo personal, por qué no sería legal también la compra y la venta de esa pequeña cantidad? ¿Un dealer que personaliza sus ventas, es decir que atiende de a un cliente por vez y sólo le vende la cantidad que éste consumirá en privado, está entonces dentro de la ley? ¿Por qué, si el consumo personal privado y la posesión no ostensible de «estupefacientes» es legal, al comercio de los mismos se le sigue llamando narcotráfico y no, simplemente, venta? ¿Con este criterio no habría que despenalizar a quienes portan y usan armas sin autorización, pero, en cambio penalizar a quienes las fabrican o venden? ¿Y si esto suena entre absurdo y contradictorio, no será porque lo es?
Entremos en un capítulo de preguntas espinosas. ¿Se llega a la drogadicción por desgracia, por una fatalidad, por accidente, o participan en ese proceso la elección, el libre albedrío? ¿El adicto no está ante el efecto de sus acciones? ¿No consiste la responsabilidad en asumir las consecuencias de los propios actos? ¿Cuándo se despenaliza, en este contexto, no se desresponsabiliza? ¿No vivimos ya en una sociedad que sufre de maneras diferentes, dramáticas y trágicas por la notoria falencia de responsabilidad?
Una sociedad en la que se vende alcohol a la vera de las rutas y en donde se transita por esas carreteras entre anuncios de bebidas (que casi irónicamente incluyen una pequeña línea donde se lee «beber con moderación»), una sociedad cuyos funcionarios dicen preocuparse por los trágicos efectos que el alcohol produce entre los jóvenes pero que no se atreven a afectar los intereses de quienes proveen ese alcohol a los chicos, una sociedad que tiene altos gastos de salud pública en el rubro destinado a atender afecciones pulmonares producidas por el tabaco, cuya industria siempre encuentra prestos y eficaces lobistas en el Congreso, ¿necesitaba de veras este fallo pasible de habilitar un nuevo capítulo en esta saga fatal?
Por último, cuando se le reclama al Estado combatir al narcotráfico, ¿de veras se espera que lo haga, al calor de este fallo, con empeño, decisión política y eficacia cuando no fue esa su actitud en el tiempo anterior? ¿Y cuando se lo convoca a implementar políticas de contención y salud para los adictos, de veras se cree que lo hará un Estado que es apenas la herramienta de los intereses de un Gobierno más dispuesto a dilapidar 600 millones de pesos en el fútbol para ganar una batalla personal, que a resonar empáticamente con las verdaderas necesidades e inquietudes de la sociedad? ¡Cuántas preguntas podría seguir haciendo el gran Sócrates aquí y ahora!