Drogadicción y comunidades terapéuticas profesionales: La drogadicción y el abordaje a través de las comunidades terapéuticas profesionales

Ampliando el horizonte de nuestra mirada sobre un tema tan candente, presentamos un abordaje diferente —el de las comunidades terapéuticas profesionales. En este artículo sobre la drogadicción notarán, además, un lenguaje y una lectura diferente que, si bien tiene en cuenta el contexto sociofamiliar, no es sistémica sino psicoanalítica. Una vez más, las diferencias nos enriquecen. Como constructivistas, otras «verdades» o descripciones sobre la realidad, sólo pueden amplificar nuestra —como todas las demás perspectivas— limitada explicación de un fenómeno tan complejo e Inabarcable como el de la drogadependencia. Y como terapeutas, cualquier propuesta bien fundamentada, cualquier intento serio que ayude a combatir un problema sociopsicológicopolítico de tal envergadura, nos interesa sobremanera. Esta es, o debería ser, en nuestra opinión, la psicología de hoy. En sucesivos números de «Perspectivas Sistémicas», continuaremos publicando (ver N9 4, pág. 8) artículos, notas y actualizados informes sobre el tema (entre ellos trabajos clínicos del Centro de Terapias Breves, institucionales de sistémicos en el C.E.N.A.R.E.S.O., de renombrados especialistas internacionales como Cancrini (Italia) y Stanton (U.S.A.), por ejemplo.

Tratar aun adicto implica un interjuego de cinco elementos que se deben poner continuamente en juego:

  • Diagnóstico del sujeto de la adicción.
  • Familia y mecanismos interaccionales.
  • Valores de la cultura adictiva y de la civilización que lo formó y lo generó.
  • Clínica de intensidad de la droga en sus fases de uso, abuso y adicción.
  • Tipo de terapéutica indicada entre las cuales privilegiamos la Comunidad Terapéutica Profesional para diferenciarnos de supuestas comunidades voluntaristas y/o religiosas.

DIAGNÓSTICO DEL SUJETO DE LA ADICCIÓN:

La droga no nos interesa sólo como potencia química generadora de una mayor o menor dependencia física y/o psíquica que generará un tipo específico de desintoxicación; sino también como está articulada al imaginario del sujeto, que lugar de «objeto tapón» ocupa en la historia de un carenciado.

El designar al adicto como un carenciado está más allá de aquellos singulares aportes de Spitz y Borvly que aluden al estado de carencia afectiva como germen de los trastornos esquizoides y de trastornos de conducta con toxicomanía y delitos. La referencia citada al principio engloba a la que recién describí. También incluye a las patologías que aluden al abandono social, económico y ético de grandes zonas de población que pueden ser recorridas con un mapa sociológicos.

Algo une a todas estas categorizaciones: la angustia, la premura, la voracidad, el lleno, la impulsividad oral y motriz. O sea el lleno, llenarse hasta el ras. Vacío frente a llenarse hasta el ras. Incluso hasta el límite de la sobredosis; exceso; desmedida o sea perversión (verter en exceso algo sin tener en cuenta la medida). 

Esta carencia que es ontológica, antropológica, psíquica en todo ser humano y que es el fundamento del goce sublimatorio y de todas las creaciones en donde el deseo que surge de esta falta en brazos de la ley se hace amor, hijo, significante o sea cultura; en el adicto es grieta, rajadura ya no de una pared lateral sino de un cimiento; reconoce una historia que es social, ética y psicológica. Por ello un terapeuta de hoy debe recorrer ese espacio fascinante en donde la enfermedad es historia de una postergación y donde el síntoma es un grito de un sujeto que no pudo crecer.

Hay dos presupuestos que fundamentan el tratamiento posible de una adicción: la abstinencia y la voluntariedad.

En relación a la abstinencia el encuadre trata de resaltar el límite al goce como forma de hablar de algo; de lo contrario el éxtasis de la droga permite la burla de un esquema terapéutico que se basa en la falta de objeto, falta que llevará a poder hablar o sea a poder ausentificar.

La posibilidad o no de la abstinencia llevará a distintas medidas terapéuticas desde la consulta externa hasta la cura de desintoxicación pasando por los distintos modelos de la Comunidad Terapéutica Profesional.

La voluntariedad marca otro paso importante en donde el profesional no es un empleado de la familia sino que trabaja con ella a los fines de incorporar al paciente habitualmente joven a un escenario difícil de aceptar por él ya que la droga se prohíbe dentro del encuentro terapéutico.

El papel del adicto recuperado y de familiares de adictos recuperados es importante en estos momentos. Nos debemos preguntar el porqué de esto. Nosotros propugnamos en el modelo de la Comunidad Terapéutica Profesional la inclusión de adictos recuperados tratados con métodos psicoterapéuticos y de la familia en el momento de su crisis y en la postcura de la adicción. En ese aspecto seguimos el mismo criterio que con todos los profesionales que trabajan en la Comunidad Terapéutica Profesional. Las explicaciones son obvias, desde Freud en adelante la mejor garantía para tratar la locura es conocer y tratar nuestra propia locura; más aún debido a que el adicto cuando está mal recuperado tiene tendencia a convertir se en un fanático maniqueo contra la droga y su descripción mucho nos recuerda la que el genial K. Schneider realizó de los psicópatas fanáticos en su libro «Las Psicopatías».

El adicto recuperado aporta al esquema terapéutico la posibilidad de sintonizar un código en común con el adicto a tratarse. Vivimos un mundo muy compartimentado; el adicto es un marginal de una cultura que él inconscientemente caricaturiza con su enfermedad.

Los marginales tienen su propio código en dónde el profesional forma parte de un mundo persecutorio, de un mundo adulto ignorante e ignorado. El propio profesional tiene sus prejuicios hacia estos pacientes a los cuales tiende a estigmatizar de diferentes formas, habitualmente con diagnósticos psiquiátricos pesimistas.

Lo científico siempre es un hallazgo y el propio profesional debe despojarse de prejuicios ideológicos. En mi tarea cotidiana he visto dos modelos médicos contrapuestos y extremos. El profesional que se identifica con el paciente y que llega a decir que la droga no es el problema tolerando el uso, abuso y la intoxicación incluso. 

Luego supimos que él también en algunos casos, la usó y la usa. Terapeuta y paciente forcluyen cotidianamente una realidad; creen estar tratando una producción del inconsciente y en realidad ente sesión el paciente está intoxicado. Son compañeros de la burla. En el otro extremo el terapeuta rígido ve al síntoma como una ofensa a su narcisismo herido e instrumenta las más variadas formas de aquietar a la «bestia». 

Sujeciones mecánicas, adormecimientos brutales. El profesional que atienda adictos debe luchar contra estas dos tentaciones de ignorancia; en una vivirá en la placidez de la perversión; en la otra en una paranoia dirigida. El adicto conoce estas historias en su relación con el mundo profesional; alguno de estos dos modelos lo han tratado a él; más allá de los Mesías modernos que lo transformaban desde el mundo no profesional en un pecador, un hombre falto de fe. Cayó en manos de aquellos que hacen de la religión, que es un valor trascendente, una baratija.

Como vemos nuestro pobre adicto se encuentra jaqueado por distintos intereses profesionales o de sectas.

El adicto recuperado incluido en un equipo profesional tiende a generar un código en común con el adicto a recuperar más allá de las ideologizaciones que lo marginarían aún más especialmente del conocimiento de que su síntoma es un grito del inconsciente en los pliegues de una historia a escuchar.

El diagnóstico pasa por dos momentos: nosológico y nosográfico.

El nosológico intenta captar las distintas inflexiones que la droga como objeto ha incorporado en la relación del sujeto con la Ley y con el placer en su historia.

El nosográfico recorre los distintos espacios de configuración de la realidad y de la irrealidad desde el trastorno adolescente de identidad, las patologías psicóticas o prepsícoticas o las alteraciones modernas del abandono social de jóvenes que confirman parte de las llamadas enfermedades psicosociales ligadas a la violencia del discurso de la civilización.

En su nosología observamos:

  • Objeto que atrapa a la pulsión.
  • Objeto que denuncia la no pérdida del objeto.
  • Objeto que al no perderse aparece majestuoso, demandante, dominador

Se entabla con el objeto droga un circuito pasional: «la cocaína es mi novia» dicho que emana de muchos drogadictos; relación por ende independiente, idealizada, de fascinación, temor y sufrimiento.

En la historia de estos sujetos hay abandonos reales; abandono que en los primeros momentos de la vida del bebé lleva a la imposibilidad de alucinación del objeto; alucinación que permitiría la postergación de la descarga; por ende sujetos motrices, incapaces de tolerar desencuentros cotidianos o sea frustración entre por ejemplo la alucinación y la percepción, la búsqueda y el hallazgo del objeto, lo propio y lo ajeno.

Fallas en la trama simbólica que permitiría mediatizar los desencuentros a través de una función paterna que ha fracasado en sus representantes desde la ausencia pervertidora del padre o en el abandono a veces simbiótico de la madre. No hay intermediación posible.

Piera Aulagnier nos enseña: «cuanto más necesario es el objeto de placer tanto más se intensifica su poder de hacer cada vez que rehúsa su presencia o rechaza su investidura que el yo le pide compartir». Esto fundamenta la alienación del sujeto que se compromete aún más ya en el plano biológico a través de los receptores neuroquímicos generando una búsqueda imperiosa fundada ya en la intoxicación y en un desequilibrio neurohormonal.

La fractura del yo adicto asimilable a la formulación de Olivenstein del «espejo roto» (símil de un yo fracturado en su misma constitución mítica) genera un verdadero problema de identidad que trata de cristalizarse patológicamente a través de la droga que opera como un verdadero poxipol de esa rotura, que siendo originaria se aliena en la supuesta identidad ideal conseguida: ser drogadicto. Esta identidad se articula con la fijación a la burla a la Ley que se manifiesta en diversas formas cínicas:

El éxtasis estático en el placer que falla tanto desde lo biológico por el papel que juegan los receptores neuroquímicos como desde lo propiamente psicológico ya que un placer que no se limite desde la castración lleva a la desmedida y al encuentro con la muerte real.

El placer que nos trae el adicto en su flash, placer no comunicable que es solo comparable al del delirante que no puede contar su delirio; se siente Dios en una imagen narcisista; un Dios que es impulso puro, «Yo soy lo que quiero ser» rezaba una vieja definición filosófica de Dios que anuncia en el modernismo al Yo como ídolo, al Yo como Dios. Este ser Dios pues nada de lo otro escucha; este sentirse sagrado en lo profano lo acerca paradójicamente a quien se siente inmortal a la muerte real (Ver libro Abordaje Psicoterapéutico de la Psicosis. Edit. Paidos, de mi autoría).

El placer desde lo narcisístico se vuelve lógicamente endogámico y autoerótico.

El pico y el picarse configuran la ceremonia perversa que sigue los siguientes pasos: a) cancelación del discurso (todo es y debe ser…ya), b) ceremonia ritual (es un sacerdote moderno ya que la jeringa, el poder «maná» de la droga, el compartir el cuerpo en una grupalidad mítica a través de la sangre, el poder ilusorio y mágico de la jeringa configuran un verdadero culto), c) secuestro (algo debe quedar escondido), d) exceso: fenómeno clave para entender el acto perverso que llega en su máximo a la orgía dionisíaca y a la sobredosis, e) legalidad supletoria (siempre se necesita crear otra legalidad que justifique la subvertida). La burla a la Ley lo lleva al continuo desafío de la muerte. Es un suicidio muy particular: sentimiento de poder siempre recomenzar. Intento continuo de desafío a la muerte (para más datos de estos puntos consultar el libro «Los Adictos», las Comunidades Terapéuticas y sus Familias. Edit. Trieb).

Nosográficamente la adicción recorre un amplio grado de vertientes diagnósticas.

Las más habituales son desde la menor a la mayor gravedad:

a) Crisis de identidad adolescente.

b) Patología bordeline.

c) Patología melancólicas.

d) Patologías psicóticas con dos inflexiones: la psicosis como defecto y residuo de la vida adictiva o la droga como un elemento accesorio de la psicosis habitualmente esquizofrénica con sintomatología autística.
En estos pacientes la droga es un elemento a los fines de reconexión con la realidad.

e) Patologías psicopáticas y sociopáticas.

Estas patologías se inflexionan con el diagnóstico social y familiar el cual marcará los límites posibles de la acción terapéutica y los tipos de tratamientos más indicados.

LA FAMILIA:

Observamos los siguientes ítems en la consideración de los grupos familiares de adictos que se puedan presentar conjuntamente o, en algunas familias pueden prevalecer algunos:

La adicción estabiliza la familia.

La adicción es una protesta paradójica y por ende sin salida en la medida que fracasen los mecanismos de simbolización de la realidad contra un problema familiar disfuncional.

En las familias de adictos se observan fronteras generacionales no definidas: alianzas monogeneraciones débiles, heterogeneracionales fuertes (por ej. madrehijo; que encubren dificultades en la relación de pareja). Por ende el paciente identificado se halló desde muy temprano sujeto a la posibilidad de incesto, promiscuidad y de todo aquello que delata una insuficiencia de la Ley Paterna por fracasos de sus representantes.

Es común en la familia de adictos las diversas adicciones de los padres: al alcohol y al trabajo. En los padres adictos al alcohol encontramos que éstos funcionan como niños mal estructurados y que más que padres son hermanos niños rivales.

En los adictos al trabajo encontramos la falta de diálogos, desencuentro con lo simbólico (ya que esto para el que escribe es lo central de la vida familiar). Esta carencia en lo simbólico genera mucha inermidad y abandono. Podríamos pensar que más importante que lo traumático del vivir es tener con quien hablar para suturar las heridas que todo convivir conlleva.

No debemos olvidar que el adicto viene de adictum: lo nodicho, lo que está por decirse. Es una patología del diálogo familiar, del diálogo generacional. 

El síntoma es la única forma para que la familia se reúna.

El síntoma al delatar la ausencia de los referentes de la ley (fracaso del otro materno y paterno como lugar del lenguaje) genera una patología donde se busca en lo real lo faltante en lo simbólico, la búsqueda se realiza como goce fanático y a través de representantes sociales que son venganzas y refugios (el juez, la policía). Venganza que es delito en la medida que se fracturó el lugar donde se aprende a vivir la ley (la familia).

Ley que siguiendo a los antiguos es: «Camino para crecer».

En el síntoma el paciente es depositario y centinela. Como personaje es depositario elegido de una verdadera dramática histórica familiar. Depende de su fugaren la familia, el deseo que los distintos personajes pusieron en juego, la problemática edípica de los padres y los abuelos. La desdepositación es un verdadero lugar traumático y conflictivo. Acá el tratamiento puede naufragar dependiendo en mucho no solo de la patología familiar sino de la habilidad técnica y la madurez personal del terapeuta. El paciente como centinela controla y defiende la eclosión psiquiátrica de algunos de los padres y hermanos.

El paciente adicto está sujeto a un mito familiar: lenguaje de tres o más generaciones que hacen eclosión en él. Desde ese mito su enfermedad adquiere virtualidad y él mismo forma parte del mito. El mito es parte del discurso familiar, es un verdadero código e intercódigo. Enseña a ver la realidad. Cada mito familiar es verdaderamente selectivo de un sector geográfico, histórico, barrial, correspondiente a una época y en donde cada banda generacional fue desplazando conflictos hacia la posterior. El lenguaje como verdaderamente liberador funciona como catalizador de estructuras significantes congeladas y coaguladas en bandas históricas sin dialécticas y por ende narcisísticas y en dónde está fijada la diacronomía parental.

En estos mitos hay ajustes de cuentas multigeneracionales (Boszormenyinagy) que se intentan saldar en el paciente y lealtades patológicas que tienen en él su máximo exponente. El terapeuta debe escuchar un idioma familiar, ésta es su función.

El paciente caricaturiza un modo de vivir social y familiar. Es su verdad un negativo. 

El joven de hoy enfrenta sus conflictos neuróticos, perversos o psicóticos y participa de esta manera de un comercio fruto de una ética de mercado en dónde su enfermedad es necesaria para el mantenimiento del mundo. La familia denuda en toda su problemática una gran carencia donde fallan las funciones paternas y maternas que son estructurantes de la subjetividad. También la familia sale lesionada y deteriorada de ésta ética de mercado.

Notas

* El Dr. Alberto Juan Yaría es director de la Fundación Gradiva.

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